Algo que me pasa en
estos días, cuando camino por la calle y se me hielan las manos del
frío, o a la noche, sí, mejor a la noche, cuando me voy a acostar
cansada y me tapo con un acolchado gigante, o quizás al despertarme
con esa extrañísima luz de una mañana distinta... Es que se me
asoma por dentro una sensación de primera vez. Como de nuevo y fresco. Limpito. No sé, de primera vez, ¿se entenderá si lo digo así?
Por ahí es el
clima, como si se me hubiese venido encima el invierno parisino y me
hubiese agarrado adelantada la emoción del otoño que no llegué a
empezar en Argentina. Siempre me emociono cuando llega el otoño: me
gusta ponerme los primeros abrigos, sentir los primeros frescos,
caminar con el viento, las hojitas. Lo que le gusta a todos los
amantes del otoño.
Pero por ahí es
nada más que me gustan esas cosas cuando recién llegan y empiezan a
pasar. Cuando son sensaciones conocidas, y a la vez nuevas... Nuevas.
Eso pensaba en estos días.
No es mi primera vez
en París, pero, al mismo tiempo, es la primera vez que hago lo que
estoy haciendo (a propósito, ¿qué estabas haciendo, pibita?). Es
la primera vez que hago lo que siempre quise, y lo hago por completo.
¿Seguirá siendo la primera vez en cada momento, con cada movimiento
y con cada cambio?
¿Seguiré teniendo
esta sensación de miedito y de inmensa alegría todo el tiempo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario