El
miércoles 8 de diciembre, a las 9.15 de la mañana, abrí el Coloquio que
organizamos en uno de los seminarios de la universidad, con una ponencia que
siento que estaba escribiendo desde hace años. Para redactarla abrí un cuaderno
que tengo desde el 2019 y me di cuenta de todas las lecturas que había hecho,
en La Plata, entre clase y clase, de a ratitos; vi entre los corazoncitos, las
notas y los signos de exclamación las marcas del anhelo que me trajo hasta acá.
Las semillas de lo que recién está naciendo. Y también un primer ciclo que
termina en este espiral de Montreal en donde todo sucede a una velocidad
incomprensible.
Me tocó
moderar el último panel del Coloquio, cerrando el círculo del día, dando lugar
a un intercambio que nos llevó de la literatura a un paseo imaginario por el
bosque, walking is medicine, el acto subversivo de dar un paso tras otro, la
observación. La academia dio lugar a un espacio íntimo y salvaje en donde pude
nombrar lo que esa misma semana me rompió el corazón. Hablar de un libro que me
acompañó como me acompañó el ser que recibió su nombre.
Tundra.
La muerte y
los pequeños rituales que aparecen como un refugio de calma plena. Despedí a mi
abuela a la distancia, en Bosnia, en 2017, abrazando a mi hermano a las tres de
la mañana. Despedí a mi papá el año pasado, en Córdoba, temblando frente a la
luna, Germán abrazándome y manejando horas sin parar para llegar a casa.
Despedí a Tundra estando acá, ahora, tan cerca de esa tundra que me hizo
nombrarla, de ese anhelo que creció con nosotras, sin poder llegar a ir a
buscarla. Prendí una vela y no pude hablar de ella hasta que la vida hizo
confluir todos los ríos y me dejó soltar mi corazón apretado al final de un día
que parecía ser puro intelecto, pero en verdad era amor, no podía ser más que
amor.
Lloramos
juntes con Germán. Sin tiempo.
La muerte y
su forma de hacerme sentir la soledad de la vida. Desde que se fue papá, desde
que se me desgarró ese gran pedazo de mí que ahora me constituye en ausencia.
Estar acá también es un desgarro.
Y nieva. Eso
también es muerte, y también es magia. Asombrosa magia. Pienso en Tundra.
Pienso en papá. Pienso en mi abuela. Todo se cubre de un velo blanco, extrañeza,
cambia el sonido de los pasos en la vereda. Todo suena distinto. Hasta el
francés.
El amor
salvaje de Tundra, su compañía potente y penetrante, sus patitas simpáticas que
eran también fuerza de estampida, límite declarado, pura dirección, ir hacia el
anhelo, correr y saltar en busca de ese anhelo, feroz, valiente. Infinita.