domingo, 21 de febrero de 2021

El País de las Personas Amables

 


Los primeros días en un país suelen ser un caos.

Supongamos que estos son mis primeros días, dejemos atrás la cuarentena.

El contraste entre la paz de la nieve y mi desorden mental es solo aparente.

Afuera también es adentro.

Voy a dejar que caigan las palabras suavemente como copos de nieve.

Los copos de nieve tienen la forma que tienen en los dibujitos. O en los emoticones del whatsapp.

Todavía no puedo entender cómo es que se acumula tanta nieve, pilas y pilas de nieve, si parecen tan finos y etéreos cuando bajan por el aire como de la nada.

 


Salí de la cuarentena el jueves pasado con unos planes un poco atados con alambre. Mi primera misión era encontrar, en la enormidad del campus universitario nevado, la oficina a la que tenía que ir. La encontré luego de perderme un rato, y conocí a Brahim, una de esas personas que entendés por qué parecen tan secas por mail cuando las escuchás hablar: en realidad tiene la mejor, y quiere resolverte todos los problemas, pero se quiere encargar de todo a la vez y le gusta mucho hablar y explicar cosas y no está hecho para escribir mails con la formalidad con que vos le escribiste siempre. Brahim se escandalizó cuando supo que yo no tenía plata canadiense en efectivo, que las compras con tarjeta de crédito son carísimas a pagar en Argentina, que mi coloc (compañera de casa) me esperaba al mediodía en mi departamento y no tenía exactamente planeado cómo llegar hasta ahí con mis cosas, entonces además de ayudarme a empezar mis trámites en la universidad se encargó de llevarme en su auto personal al banco a cambiar plata, esperarme, traerme al departamento, esperar a que deje mis cosas, llevarme de nuevo a la universidad para seguir con los trámites, volver a traerme al departamento porque me había olvidado unos papeles, y volver a llevarme a la universidad, mientras me contaba cómo hace 30 años que vino de Argelia y me mostraba la casa en donde vivía apenas llegó. Vamos a contar a Brahim como la Persona Amable de Canadá 1.

En el medio la conocí a Sandrine, mi pequeña coloc del departamento, le digo pequeña porque así la siento con sus veintipocos, me recibió con una sonrisa y ganas de que seamos amigas, más entusiasmo que eso no puedo pedir. Le dije que iba a aparecer mucho en mi blog, ya escucharán más sobre Sandrine. En la cocina hay un platito con comida de gato para su gato que ahora está con su novio en otra ciudad, ojalá en algún momento lo traiga.

nuestro balcón es un sueño


Ese mismo día más tarde volví al banco en donde había estado al mediodía para terminar el trámite de apertura de cuenta que había empezado días antes por teléfono (abrir una cuenta bancaria es elemental para ser una persona en un país extranjero, eso ya lo había aprendido en Francia), para enterarme de que hay un papel esencial que tenía que tener y no tengo. Aparentemente, en migraciones, en el aeropuerto, tenían que haberme impreso el permiso de trabajo y no lo hicieron, era todo tan rápido y tanta presión y tanta gente y cosa en el medio que no me di cuenta en ese momento. Así que búm, de pronto sentí una angustia en el pecho y la sensación que tengo hace meses, de que no puedo entender cómo funcionan las cosas en este país y que quién puede ayudarme con eso. Por suerte la bancaria, que nombraremos Persona Amable de Canadá 2, me tranquilizó. Más tarde le mandé otro documento y al día siguiente me dijo que iban a hacer una excepción. Fui por tercera vez al banco el viernes, la bancaria se reía de lo tensa que me veía y me decía que me relaje. Tengo 3 meses para conseguir ese bendito documento.

La primera de esas 3 veces que entré al banco le hablé al guardia de seguridad, un negro africano que me hizo un chiste pensando que era francesa, y cuando le dije que era de Argentina no sé qué me dijo con la mejor buena onda y nos reímos como si fuéramos mejores amigues, ese agradable sujeto es la Persona Amable de Canadá 3 y nos reímos cada vez que entré por esa puerta y cruzamos miradas por encima del barbijo. La semana que viene tengo que volver a ir y espero volver a verlo.

Ese día me volví angustiada del banco en bus, ya era de noche, hacía mucho frío (ah, todavía no hablé del frío) y tenía que conseguir comida, terminé yendo a un supermercado cerca del departamento caminando unas cuadras a oscuras, sola con el silencio de la nieve de noche. Es un barrio residencial demasiado frío y tranquilo. Fue muy extraño. Me sentía perdida.

Los días siguieron más o menos parecidos. Ya no sé cuánto narrar, cuándo es divertido y cuándo aburrido. Viajes largos en bus, caminos sobre la nieve, perdida en lugares, las imágenes se repitieron.



Hasta que hoy salió el sol, y salí en plan de ir a un supermercado más en el centro. Fui a la parada de bus y vi que faltaba una hora para que pasara, y con el día lindo a pesar del frío, decidí caminar.

Caminar siempre hace bien cuando me siento perdida.

Caminar y sentir el sol en la porción de mi cara que no es gorro ni bufanda ni barbijo.

Conocer algo de la ciudad. Ver un puente y dejarme llevar por la curiosidad, más lejos de lo que en otro momento hubiese ido. Descubrir un lago congelado y gente paseando. Disfrutar, por un momento, como si fuese la primera vez en días, en semanas.





Estar acá, en el país de las Personas Amables.

Ojalá que sigan apareciendo, las quiero mucho.



viernes, 12 de febrero de 2021

Crónicas de la heladera


 

Cada vez que pienso en escribir sobre la cuarentena me llega de la nada un vacío, un vacío de nada. Algo como un sueño que todavía está en el aire, algo como la nieve que se acumula ahí atrás de mi ventana y no puedo salir a tocar. Una sensación mística sobre estar acá encerrada que despliega en mí la pregunta: ¿qué decir?

Decir algo sobre esa nada que se respira. Las transiciones. Jarmusch.

Y después, en el momento más inesperado, como cada vez, empieza a sonar la heladera.

La heladera es mi compañera en esta habitación de cuarentena. Apenas llegué y abrí la puerta noté algo extraño. A la vista todo parecía normal, pero había un sonido que estaba sonando más fuerte de lo habitual. Ella. Dándome la bienvenida: hola, estoy acá, voy a sonar para vos durante dos semanas, y para que no te olvides de mí, voy a hacer silencio de a ratitos, un silencio extraño y profundo que te haga sentir que estás en otro lado, solo para volver a arrancarte del sueño con mi motor enfurecido en un ciclo sin final.

La heladera es confusa. Nunca entiendo cuánto tarda en callarse y cuánto tarda en volver a sonar. La gente la escucha en las videollamadas. Definitivamente suena más fuerte de lo normal. Antes de ayer me desperté en medio de la noche porque se había callado y pensé que se había cortado la luz. ¿Se corta la luz también en Canadá?



Hoy es el día 9 de mi cuarentena, lo sé porque cada día tengo que mandar mi reporte por una aplicación del gobierno y me agradecen gentilmente eso que hago para que no me vengan a multar. Aunque la policía vino igual, a decirme buenos días disculpe cómo está y con-tro-lar.

Poco a poco se llena el vacío con historias: ¿cómo llegué hasta acá?

Pasaron las 11 horas de escala en San Pablo. Pasaron las ¿nueve? horas de vuelo en un avión repleto hablando con una brasilera a un lado y un brasilero al otro. Pasaron las más de 24 horas seguidas con barbijo puesto. Y al llegar a Toronto con la luz de la noche, 6 de la mañana sin entender qué hora es, de pronto nos bajamos del avión y estamos en una sala cerrada del aeropuerto, la brasilera me dice que es porque nos van a testear (¿?), nos gritan que si tenemos escala hagamos una fila, y una parte de mi cerebro se activa más rápido que nunca para llegar al segundo lugar, “tengo solo dos horas, voy a perder el avión a Montréal”. La posibilidad continua del desastre en mi cabeza. Viajar con covid. Cuando finalmente nos sueltan, somos solo un primer grupo de 15 caminando por pasillos vacíos de un aeropuerto, un silencio extraño y una prisa implícitamente justificada nos hacen llegar a un grupo de mujeres que nos gritan que escaneemos un código QR para anotarnos para el test, yo no entiendo nada, el QR no me anda, nadie entiende nada, no me importa, sigo mi camino. Llego a la típica sala de migraciones. Me llaman.

Cuando estaba en San Pablo, después de hacer el check-in, me di cuenta de que no había impreso uno de los documentos de mi beca que me podían llegar a pedir y, después de hacer averiguaciones, tuve que salir corriendo y andar un par de calles de aeropuerto para llegar toda transpirada a una salita en donde pude imprimir esa hoja. Y ahí estaba en Toronto con mi carpeta para presentarle a la clásica caracúlica mujer de frontera, que me decía no, esto no me sirve, es otro papel, a ver, traé para acá (sí, traduzco del inglés al rioplatense también). Ella misma se buscó en mi carpeta lo que necesitaba, era otra hoja que le había hecho imprimir a Germán hacía semanas. Pasó un rato con la caracúlica y luego me tocó la agente de nosequédepartamento de Salud, encargada de ver mi PCR mi plan de cuarentena y demás, que me hizo hasta deletrear mi mail para ver si mi cabeza funcionaba porque aparentemente el nuevo covid te debe hacer no poder deletrear. Pensó que mis documentos estaban en portugués (señora, usted me está derribando el mito del bilingüismo oficial de este país) y los tradujo con google translate. Y no me quiso dejar ir porque no tenía teléfono de Canadá. Tuve que llamar a mi contacto de la universidad a las 7 de la mañana, y no paré de transpirar.

Pero al final, todo pasó. Pasó todo.

Y llegué a mi vuelo. Y llegué a Montréal.

La que no llegaba era mi valija, me quedé última esperando y tuve que ir a reclamar ya entregada a que los malos momentos siempre van a pasar. Va a sanar, va a sanar y va a volver a quebrarse. Respirá. Después de un rato alguien encontró a mi equipaje por ahí perdido y me lo mandaron, un poco roto pero con mis cosas al fin. Y no respiré tranquila porque tenía una reserva de transporte que me estaba esperando, por suerte el señor Aéronavette estaba muy relajado y fue a buscar su combi para llevarnos a destino a mí y a un señor más.

Qué hambre que tenía. Pero en esos momentos todo se suspende y el cuerpo se adapta para que no nos demos cuenta. Después te cobra factura.



Pero al final, todo pasa. Pasa todo.

Y aquí estoy, en la residencia. 9 días de cuarentena, quedan 6 más y mientras voy preparando las siguientes aventuras. Respiro con mi Chi Kung de cada día. Este viaje ya es tan viejo que no puedo recordar cuándo empezó, sólo sé que voy andando por alguna parte.

Se había callado la heladera. Ahí volvió a sonar.



miércoles, 3 de febrero de 2021

Todo va a estar bien

 

Hace poco escuché una conversación entre Ed O’Brian y Jim Jarmusch en la que el primero le elogiaba al segundo la importancia de las transiciones en sus películas: cómo llegan los personajes de un lugar a otro, sus desplazamientos; básicamente, el lugar que tiene el camino, el ir, pero no tanto el llegar, en sus historias.



Estoy escribiendo en la transición de las transiciones, una escala de 11 horas en San Pablo que inicialmente debía ser de 5 o 6 pero así son los cambios de vuelos, de pronto te hacen instalarte en un Starbucks a robar wifi pedorro y tomar suco de laranja integral para sobrevivir al tiempo, recordar la nada transportadora de los días enteros en aeropuertos y que siempre fuiste mala con el portugués, más con barbijos de por medio. Pero tenemos a Ella Fiztgerald de fondo, alguien le hizo ese regalo a este rinconcito en el refugio de quienes, por algún motivo, estamos viajando en una época en la que viajar parece prácticamente imposible.

¿A dónde irá la gente que está viniendo a pedir capuchinos y juguitos? ¿Qué les pasó? Si los aeropuertos siempre fueron fértiles para la imaginación en mi cabeza, ahora las apuestas se redoblan y de algún lugar en mi cuero cabelludo florecen hipótesis sobre las vidas de las gentes cada vez más extravagantes. Me gustaría escribirlas y venderlas en una máquina expendedora como los ramos de flores que vi hoy.



Del vuelo que venía de Buenos Aires, somos 3 que vamos a tomar el mismo avión a Canadá. Hasta ahí llegó mi investigación. Cuando nos dimos cuenta de eso esperando en la cinta nuestras valijas que nunca llegaron (queremos creer que van directo a Canadá, pero quién lo puede asegurar en este momento), y después nos perdimos para encontrar la salida del free shop (creo que hicieron mal en seguirme a mí), tuve la ilusión de que se iba a armar un mini team para pasar las horas de desolación aeroportil juntes, pero nos dispersamos y ahora vamos como fantasmas vagando entre el primer y segundo piso de este lugar, sin cruzarnos, pero extrañamente yo siempre los termino viendo de lejos (¿tendré mal olor? Al menos puede que no tengan covid y estén oliendo).

No sé si es más divertido esto que seguir el hilo cronológico de los sucesos y contar cómo terminé llegando finalmente hasta aquí, los hisopados negativos las despedidas los miedos atravesados. Los aún pendientes. Pero es que ahora estoy acá, y este momento no puede ser más presente. Lo vivo y lo narro fresquito como espero que sea este jugo de naranja que me estoy tomando, sabe rico y emocionante y no sé si al apoyar mis labios en el vaso de plástico que lavé con mis dedos embebidos en alcohol en gel para hacerme la ecologista que no acepta sorbetes sin pensar aún en modo pandémico, el gerundio ayuda, vamos haciendo lo que podemos.

Me esperan cosas que no tengo ni la menor de idea de cómo serán. Dos vuelos más con migraciones en el medio, y después tantos planes, pero todo blanco, porque además de la nieve que seguro está cayendo en este momento, siento que todo puede pasar.

Ayer, buscando unas fotos, encontré un cuaderno mío del 2015, de la época en que estábamos por irnos a nuestro gran viaje con Ger. Lo abrí en una página en la que había un dibujo copiado de una foto mía con Toño que nos sacó una alumna de esas épocas, y un texto que se ve que escribió Anita cuando she has come unstock in time como Billy Pilgrim, mandándome mensajes desde el pasado, hablándome del “sentimiento de que todo lo que está por pasar es nuevo, el vértigo, la inseguridad. Empezar (o seguir) el juego de arriesgarme, no importa si la decisión después está mal. Porque en realidad, todo va a estar bien, siempre”.



Hoy me levanté a las 4 de la mañana.

Leo a Amy Fusselman: “Quiero dormir un sueño que sea como la nieve”.

Quiero que mi preocupación sea una sola. Cierro los ojos y se me aparece la imagen que me hice de la cara de Pepu cuando me escribió que, cuando supieron que se iban a ir por un año a vivir a Canadá, lo miró a Pablo a los ojos, y seriamente, le dijo: “en Canadá no hay bidet”.