jueves, 3 de junio de 2021

Había una vez un río que parecía un mar

 Parecía que iba a irme de Quebec sin haber conocido más que Sherbrooke y Montreal (y Victoriaville, capítulo que me quedó sin contar), pero una vez más, Paula vino al rescate.


El jueves 27 me levanté bien tempranito, preparé una mochila, y me pasó a buscar en un auto que alquilamos para un pequeño road trip de cuatro días. Salimos en dirección al norte, y nuestra primera parada fue la ciudad de Trois-Rivières, que no solo es la Capital de la Poesía (¡!) sino que también tiene a la mamá de Paula y al papá de Paula, que hace una cerveza riquísima que vende en Le temps d’une pinte. So, parada obligatoria de visita familiar y cervecera, conocí la ciudad y la cervecería, además de tener un primer acercamiento al paisaje del gran río Saint Laurent.

posando en donde se fabrican las cervezas

poesía en las calles

en la costanera de Trois-Rivières


nunca supimos qué era esto

Con la pancita llena, volvimos a la ruta y seguimos subiendo, pasando Quebec, hasta la bella región de Charlevoix con sus colinitas medio a la Toscana. Paramos en Baie Saint-Paul en búsqueda de una bella vista y un vinito para la noche, pero después nos dio ganas de helado: terminamos en un negocio que parecía el corazón de Willy Wonka y además hacía un helado muy rico, que comimos mientras disfrutamos de la bucólica y colorida vista del centrito de la ciudad. Todo muy tierno. Pero nuestro destino estaba un poquito más lejos, así que nos subimos al auto y seguimos hasta Malbaie, en donde estaba el terreno en donde íbamos a acampar: el parque que rodea a una gran casa de la familia de Alix, conocide de Paula, que muy gentilmente nos dejó poner nuestras carpitas ahí y vino a acompañarnos a la noche.

por la ruta

heladito en Baie Saint-Paul

Willy Wonka, un poroto



aquí dormimos

Lo que no nos esperábamos es que después de que viniera haciendo 26, 27, 29 grados esa semana, nos tocara una noche de frío y viento helado: empezó a anochecer y, si no estábamos al calor del fueguito, temblábamos. La idea de dormir cada una en su carpita con ese clima nos asustó un poco, pero nos equipamos bien (yo con una bolsa de dormir mágica que me prestó Danny), nos calentamos unas botellas de agua que funcionan como una bolsa de agua caliente, y después de un buen vinito y de probar por primera vez los s’mores (malvaviscos asados a las brasas, sí sí, con la ramita, como en las películas, pero después se ponen entre dos galletitas con un pedazo de chocolate en el medio que se derrite con el calor), pude dormir bastante. A la mañana siguiente, el agua que había quedado en la ollita de la comida seguía congelada: dormimos en carpa con -3°.

mostrando el agua todavía congelada en la ollita

Sorprendidas de haber sobrevivido a esa noche, seguimos viaje hacia el norte, bordeando el Saint Laurent que nos regalaba paisajes cada vez más bellos. Paramos en Port-au-persil (¿puerto del perejil? Yo qué sé, no me pregunten) a admirar el paisaje y empezar a sospechar que alguien nos estaba engañando, porque el Saint Laurent ya no parecía un río, sino un mar: ¿en dónde estaba la otra orilla? ¿cómo es que tenía ese color? Preguntas que jamás serán contestadas, como diría Jorgito. De camino paramos a comprar sidra artesanal en un lugar muy artesanal con los manzanos ahí al lado (tan artesanal que tuvimos que llamar por teléfono a la señora que la vendía porque se había ido a hacer no sé qué cosa y había dejado el cartel de “abierto” prendido, y como la hicimos venir no podíamos no terminar comprando… ¿estrategia de marketing particular? Tampoco nadie nunca lo sabrá), y también paramos en la Baie des Rochers, con un paisaje increíble.

 






escudo con vaquita en la sidrería

Pero esta vez, nuestra parada final era aún mejor, en el lugar en donde se cruzan dos ríos: Tadoussac. Para llegar tuvimos que cruzar con el auto en un ferry por el río Saguenay, y al llegar y ver la playa, ya dejamos de hablar de ríos y empezamos a hablar de mar porque por más que la geografía diga lo que diga, esa vista, esa costanera, ese pueblo, no es de río, es de mar. Así que ahí estuvimos paseando, tomando mate mirando a la playa mientras un parapente volaba a un par de metros encima nuestro, intentando ver ballenitas o belugas (no vinieron), y después tomando cerveza con papas fritas, porque las vacaciones son vacaciones. Esta vez nos instalamos en un camping (que me hizo recordar los viejos tiempos de trabajo en París), y aunque a la noche hizo frío, la temperatura ya estaba un poco mejor que antes. Esa noche recibí un mail diciendo que mi vuelo de vuelta a Argentina se cancelaba, estuve una hora esperando que me atendieran el teléfono, y solo a la mañana siguiente pude concretar un cambio de vuelo, en donde de pronto se me adelantó unos días y tuve que reservar nuevo test de antes de viajar, entre otros estreses varios.

cruzando en el ferry

gente adentro de gente, para la colección de carteles que no se entienden

no se suban a la beluga





Al día siguiente, entonces, después de solucionar esos temitas, empezamos a bajar, hasta llegar a la ciudad de Quebec, que nos esperaba con solcito, turistas, castillito, callecitas onda Francia medieval pero limpita y archirenovada, y una manifestación de gente anti-barbijo que gritaba “li-ber-té” y que parece que entendió mal el significado de la palabra “dictadura”. Pero dejemos a esa gente ahí. Quebec me pareció muy linda, y me impresionó ver, desde las partes altas de la ciudad, como aparecía ahí nomás el verde de fondo, las colinas y los árboles que la rodean. Recorrimos un poco la ciudad, nos sacamos la debida selfie en el Chateau de Frontenac, nos tomamos el debido helado, y seguimos viaje hacia el sur.








Pasamos la noche en el camping del Parc de Portneuf, por donde a la mañana siguiente pudimos caminar y recorrer entre bosquecito, río, piedras, y paisajes de calma total. En cada caminata aparecían nombres de árboles y plantas, cantos de pajaritos o bichos nuevos. Y algunos hongos, para alegría de Paula, que es muy fan. Cada vez que me volvía a preguntar qué me gustó más de Quebec, hablábamos de lo maravilloso de tener toda esa naturaleza tan cerca. Otra cosa que me gusta es que la marihuana es legal para todo uso (bueno, en todo Canadá), y que venden unos caramelitos que, combinados con el cansancio, el fueguito, las noches de camping y el contacto con ese entorno natural, pueden despertar sensaciones y mundos muy curiosos.






Y como todo es una espiral o un círculo, a la vuelta volvimos a pasar por Trois-Rivières, a disfrutar de la compañía familiar, la cervecería y su delicioso brunch. Ahí sí, con la pancita demasiado llena, volvimos a la ruta casi durmiéndonos de todo el cansancio acumulado, pero llegando sanas y salvas de retorno a Sherbrooke. Un cansancio feliz y, en mi caso, un cansancio de agradecimiento infinito.

 

Toda la alegría del final del viaje se está tejiendo de maneras maravillosas e inesperadas. Como siempre. Los días que siguieron son otra historia, que pronto escribiré para contarles.