miércoles, 22 de noviembre de 2023

Mariposas

 

Voy en un tren de retorno y como siempre, nunca se vuelve al mismo lugar de donde se parte.

Tengo lágrimas de rabia, de miedo y desilusión y descubro que estar lejos no significa desprenderse de eso que me anuda a la tierra, a una cierta tierra, al suelo, a las avenidas que recorro en mi memoria mientras otres, seres amados, la recorren con sus piernas que resisten cada día lo oscuro y lo pesado de lo que vino, de lo que adviene, de lo que está por venir.

Una amiga me dice que vio a unos pibes pintar un falcon verde. Y el corazón me estalla de rabia, de miedo y de angustia porque entiendo que en mi país ahora hay lugar para consagrar el odio, la violencia llana y vacía. Muchas cosas me preocupan, pero el dolor se despierta al saber que el fantasma del negacionismo se convierte hoy en discurso legítimo.

Recuerdo los años del centro de estudiantes, recuerdo el sentimiento de que nada es más nuestro que el deber de defender la memoria, de abrazar la verdad, recuerdo a mi viejo saliendo cada día a filmar los juicios a genocidas de la dictadura, con la responsabilidad de quien reconoce la importancia del registro, de guardar para transmitir, de estar al servicio de la justicia. Lo recuerdo a papá en cada marcha del 24 de marzo, nos recuerdo encontrándonos entre banderas y tambores y cantos. Recuerdo ser muy chiquita y escuchar por primera vez la palabra “desaparecido”. Recuerdo a mi mamá explicándome que, en una época, unos monstruos venían a llevarse a la gente. Recuerdo ser chiquita, ver la oscuridad, ver en mi cabeza a los monstruos. Sentir el miedo y también sentirme protegida porque eso no pasaba más. Recuerdo. Recuerdo y siento que recordar es un privilegio, que recordar es un tesoro. Una semilla.

Voy en un tren de retorno y vuelvo de escuchar a la poeta innu Natasha Kanapé Fontaine expresar con ternura apasionada la necesidad de recuperar los relatos tradicionales, los mitos fundadores de su cultura, para entender el vínculo que une a su pueblo con la tierra, para poder defender a la tierra del horror y la destrucción que la acechan. La necesidad de la memoria. De entender quién se es para darle cauce a la fuerza, a la resurgencia. No hay manera de resistir sin comprensión del propio estar en la tierra, un estar que jamás es solitario, es colectivo y tiene una historia. En su último libro, los monstruos míticos toman forma en la oscuridad y ella escribe, escribe para recordarse a sí misma y a su pueblo.

El pueblo Innu. Y tantos otros, sobrevivientes del terror que quiso arrancarles la identidad. Que se robó a sus hijes. Niñes apropiades por un Estado de impunidad con un proyecto de claro genocidio cultural.

Y vuelvo a nuestros monstruos apropiadores de niñes, asesinos, su proyecto de terror y aniquilación sistemática. La oscuridad que acecha, la oscuridad que no puede combatirse sin recordar.

*

Hace un año, de visita en una cooperativa atikamekw, una exposición sobre la historia de los internados para niñes indígenas del gobierno de Canadá. Algo me llama la atención, algo me hace, de hecho, saltar el corazón, y me despierta a la vez una sensación familiar. Decenas, quizás cientos de mariposas de papel sobrevuelan, colgadas de un hilito, el espacio de la exposición. Mariposas cuidadosamente recortadas y pintadas por niñes en su tarea por no dejar ganar al olvido, por hacer escuchar el dolor de la historia, pero también señalar un camino de colores, de belleza creativa, de todo lo que puede venir.

Como las mariposas de Chicha. En cada evento, en cada muestra. Un símbolo del amor que brillaba aún en sus ojos, al final casi ciegos, a la espera de Clara Anahí. Un símbolo de la esperanza y de la alegría de haber contribuido a recuperar tantes nietes. Sí. Entrar en esa cooperativa atikamekw fue también volver a pensar en Chicha, en las madres y en las abuelas y en esas mariposas que jamás dejarán de acompañarnos. Una conexión cósmica, o simplemente la belleza de la memoria colectiva que aparece desde lo más recóndito, ahí, colgada de un techo.

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Qué curioso, pienso, hace un año también leía sobre posmemoria, y me emocionaba.

Porque hay algo de la posmemoria que es sentir adentro mío cosas que vivieron mis padres o mis abuelos, generaciones que vivieron una u otra forma del terror. El miedo a que me lleven los monstruos milicos genocidas o los monstruos nazis tiene la capacidad de resurgir en mí de diferentes maneras. También tiene diferentes maneras de aparecer la fuerza para sobrevivir. Y la fuerza para reclamar justicia. Esto no lo ha inventado solo la prosa académica. Hace mucho que conoce esta verdad la gente sabia que entiende de conexiones intergeneracionales.

Pero la memoria también es (debe ser) colectiva.

Los discursos negacionistas que se regocijan en actos provocadores no pueden fundarse en otra cosa que una política del olvido. Por eso necesitamos escuchar a nuestras abuelas. Escuchar a nuestra propia memoria comunitaria, atesorar preciosamente el saber quiénes somos, el saber qué nos pasó y cómo llegamos hasta acá, para dejar surgir una creación amorosa, una mariposa de papel, un abrazo que sea también un refugio y que nos haga saber que vamos a poder sobrevivir también a este momento.




 

domingo, 5 de noviembre de 2023

El licuado del verano

 

Que sean las cinco de la tarde y el cielo ya esté oscuro es el primer indicio.

Que haya nevado hace unos días, el segundo.

Se terminó el verano, y con él la locura de todas las visitas que puede una recibir en el primer año de tener casa lejos de casa (no digo vivir lejos de casa, porque eso ya nos sucedió al comienzo de este periplo-blog cuando éramos jóvenes, tan jóvenes que a veces casi me olvido).

 

Es Halloween

Es extraño recibir a tu familia o tus amigues de siempre en tu nueva casa en otro país que estás todavía intentando que sea tu casa, y en el interín perdés la noción de cuál era tu idea de casa y quiénes pueden ser casa y cambian las coordenadas y cambia el modo de buscar reparo.

Por eso no había podido sentarme a escribir. Ni esto, ni mi tesis: nada. Ahora el frío, la nieve y la oscuridad son el refugio perfecto para encontrarme con lo que sea que pueda salir de mí mientras miro las fotos del verano y mientras leo, pienso, escribo e intento entrar en el pequeño pero famoso instante de estar sentipensando.

 

Quizás lo justo sea empezar aclarando que una de mis inversiones del verano fue una licuadora, y a decir verdad creo que me gustaría hacerle honor a la potencia de sus cuchillas para trocear el relato de estos meses y así poder demostrar lo nutritivo de tomarse todo mezclado.

 


En algún punto vino mamá en un acto inaugural de idas y venidas al aeropuerto a veces tan vacío y a veces tan lleno: ¿cuándo fue que con Ger nos perdimos y nos peleamos manejando, cuándo fue que fui en bus y cuándo parecía que era más rápido ir caminando? En algún punto pasé tres veces por Trois Rivières con distintas gentes, lo cual daría un total de nueve ríos sumado a todos los lagos, en los que casi nos metemos, en los que había barquitos, en los que jugaba un perro y en los que no nos pudimos meter porque todos los accesos eran privados: ¿cuántas veces estuve en Portneuf? ¿Cuántas cosas se llaman Portneuf? Estuve en el mismo lugar pero en distintos lugares con distintas gentes.

Un día con mamá visitamos un sendero de cimas de árboles.

Un día vinieron Nico y Didi a recordarnos esos días en Bélgica, y que la amistad tiene maneras misteriosas de sobrevivir en la distancia y el tiempo.

Una noche en la oscuridad tuve miedo de los osos y mi hermano me cantó El oso con el ruido de una cascada de fondo.

Una noche comimos galletitas cannábicas con mis suegros. De esa noche recuerdo ser adolescente otra vez y “Internet es como un tenedor”.

Una noche hicimos fuego de colores y sentipensé que quiero mucho a Valen y a Pedro. No sé si se los dije porque también hubo cannabis de por medio.

Nuestra bañera fue habitada por pelos de todos los tamaños y todos los colores.

Mis amigues me regalaron una maquinita para hacer helado.

Nos encontramos en la calle una vaporera (aún sin usar, puede que termine en la calle de nuevo).

En el medio un torbellino de trabajo de diversa índole, de armado de presentaciones a becas, de seguir entendiendo el vivir en este país, en esta ciudad, de conocerla y reconocerla mientras se la mostramos a la gente que queremos, gente que quiso venir a visitarnos y tuvo la suerte de poder estar acá: y también reconocer en cada paso la suerte que tenemos. Y también las crisis. Y los debates presidenciales. Y no saber si reír o llorar.

Y el calor, el calor insoportable y la lluvia y la humedad.

Y Jules.

Y les gates nueves y viejes.

Y las gentes nuevas y viejas (como yo). Y las videollamadas. Y la tasa de cambio.

Manejar un Tesla y semanas después manejar un autito hecho mierda y prestado. Descubrir en dónde se consigue dulce de membrillo y hacer la mejor pastafrola del mundo (del mundo que queda en Montréal).






















un año en Montréal




























 

Dejar que los colores del otoño me resquebrajen algo chiquito por dentro. Sin saber todavía bien qué es lo que es. Solo que todavía necesito tiempo. Tiempo frío y oscuro para acurrucarme de nuevo.

En el medio, muchos rompecabezas (podría haber usado esa imagen para escribir esto, ¿por qué me metí a licuar?) y descubrir que mis ojos están volviendo a dejar de funcionar. En menos de una hora, me examinaron, me diagnosticaron, me hicieron elegir anteojos y me los armaron para que me los llevara puestos. El shock fue más o menos como todo lo que viene siendo estar acá: ver y no ver, reconocer y recibir tan rápidamente que al organismo le cuesta un poco procesar.

Lo bueno es que ya tengo la herramienta.

¡Ah! Y que tengo treinta.

Y que pronto nos toca a nosotres ser las visitas. Y volver con los anteojos puestos para poder ver mejor lo que será y lo que no será.