Dos cosas
que siempre dije en este rollo de historias:
- Que los
viajes siempre empiezan antes de subirse al avión, mucho antes.
- Que en
las aventuras siempre tiene que haber un conflicto.
Ya ha
pasado en tantas ocasiones, como aquella vez en la estación de Madrid en la quecasi perdemos nuestro vuelo a Croacia porque nos quedaron las valijas encerradas en un locker, o la vez (inédita, porque sobre ese viaje nunca
escribí) en que nos quedamos sin plata en Río de Janeiro y no teníamos manera
de llegar al aeropuerto: siempre hay un momento en el que todo parece estar
perdido, no hay vuelta atrás y es caer en la desesperación, o respirar y soltar.
Porque así somos les humanes, nos hace falta un poco de drama para sentir que
estamos en una película y somos importantes.
Ese momento
en el que todo pareciera estar perdido, para este viaje que se anuncia inquieto
desde el principio, puede bien ser hoy.
El 29 de
diciembre, al calor de la votación en el Senado para nuestra ley de IVE (y al
calor del calor mismo, que el sol estaba fuertísimo ese día), fui al bendito
Centro de Visas de Canadá a cumplir con el turno que tanto me había costado conseguir. Repito: nada en este viaje venía siendo fácil, siempre había alguna
cosita más, como por ejemplo una cola larga en la entrada (porque pasábamos de
a una persona, dado el covid) en un día de verano en capital, y que al entrar
te tomaban la temperatura y mis 37.1° hicieron dudar a la que me midió la
frente sudada, y un poco le tuve que llorar. Mis manos sudadas tampoco ayudaron
con la toma de huellas digitales. Pero todo eso pasó, y apenas me bajé del auto
en donde pudo parar Germán, me topé con un grupo de gente haciendo Tai Chi con
una suavidad y una cadencia, que es como si el universo me estuviera diciendo
que todo iba a estar bien.
Al día
siguiente, en la misma mañana en que lloraba de emoción por la aprobación de la
ley, me llega el mensaje: datos biométricos aprobados, visa aprobada. Todo
verde, el mismo día. La agarré a Tundra y le dije: lo logramos. Bailamos.
Maullamos. Lloramos.
El año
empezó, entonces, con todos los trámites, porque claro, la cosa no se terminaba
ahí. La cosa no se termina nunca, el universo es infinito, los viajes son
infinitos, pero nunca un viaje empezó con tanto movimiento de energía, una
lista de cosas por hacer o planear que no deja de agrandarse. El covid no
ayuda, la burocracia tampoco, las reglas de Canadá tampoco. ¿Quién ayuda? No lo
sé, el enanito que empuja la rueda de las circunstancias, la voluntad que me
brota de la panza, y varias personas, pero sobre todo Germán.
El viernes
8 me llegó el pasaporte con la visa pegada, nuevo llanto con Tundra y con
celebración. Mis 4 meses de investigación allá eran legales. Mi vuelo, el 3 de
febrero, con tiempo de sobra para organizar. Ahora que ya tenía todo, por fuera
de toda la planificación que me quedaba, solo dos cosas parecían interponerse
entre mi cuerpito y el avión: que cancelaran los vuelos, o que me contagiara
covid. Solo esas dos. Mientras tanto, me fui ocupando de planear mi cuarentena
(al llegar allá tengo que encerrarme 14 días): en dónde, cómo, por qué. También
de conseguir un lugar para vivir después de la cuarentena, y de mil cosas más.
En el medio me invitaron a empezar a cursar un seminario online de allá, que
empecé a cursar el miércoles pasado y en donde también el universo ya me está
mandando señales o riéndose de nosotres. Pero eso quedará para el capítulo
siguiente.
¿Cuáles
eran los posibles conflictos que dije…? Ah, sí, no contagiarme covid. Ante de
ir. Porque tengo que llevar un test negativo. No-contagiarme-covid. ¿Cuánto
poder tiene la mente en estos casos? ¿Nos pone todos nuestros miedos adelante
para que podamos atravesarlos?
Ayer a la
tarde nos enteramos de que la mamá de Germán dio covid positivo. Estaba bien,
sin síntomas muy graves. Germán la había visto el día anterior. Con
precauciones (él es un chico precavido), pero se habían visto. Esta situación
desencadenó toda una serie de preguntas y teorías que no vale la pena recrear
para les lectores (si alguien llegó a leer hasta acá) que siguen las noticias
de la pandemia mundial. Pero si siguen las noticias de Anita, si la conocen un
poquito a ella y sus miedos y sus historias, podrán entender el llanto asustado
y la sensación de que todo estaba perdido porque, otra vez, esos son los dramas
que nos construimos.
Así que
decidimos aislarnos Ger y yo, por si quedaba alguna posibilidad de que él
estuviera contagiado y no hubiese llegado aún a contagiarme a mí.
Estoy desde
ayer aislada sola en el departamento de mi mamá, que muy generosamente aceptó
quedarse en otro lado. Todo es muy raro, hacía mucho que no venía a este lugar,
y siento ahora más que nunca que el viaje (¿o la película?) ya está rodando. El
miércoles irá Germán a testearse a ver cómo sigue la cosa.
Escribo
ahora para intentar apagar la tele de mi cabeza o cambiar de canal y entregarme
a lo que sea, darle amor a las contracturas que me están acechando desde hace
días y sobre todo a las circunstancias y a la vida, porque si el amor brotó con
lágrimas y con fuerza al momento de celebrar, más potente tiene que brotar
ahora para atravesar lo que venga.