domingo, 25 de diciembre de 2022

Tundra

 

El miércoles 8 de diciembre, a las 9.15 de la mañana, abrí el Coloquio que organizamos en uno de los seminarios de la universidad, con una ponencia que siento que estaba escribiendo desde hace años. Para redactarla abrí un cuaderno que tengo desde el 2019 y me di cuenta de todas las lecturas que había hecho, en La Plata, entre clase y clase, de a ratitos; vi entre los corazoncitos, las notas y los signos de exclamación las marcas del anhelo que me trajo hasta acá. Las semillas de lo que recién está naciendo. Y también un primer ciclo que termina en este espiral de Montreal en donde todo sucede a una velocidad incomprensible.

Me tocó moderar el último panel del Coloquio, cerrando el círculo del día, dando lugar a un intercambio que nos llevó de la literatura a un paseo imaginario por el bosque, walking is medicine, el acto subversivo de dar un paso tras otro, la observación. La academia dio lugar a un espacio íntimo y salvaje en donde pude nombrar lo que esa misma semana me rompió el corazón. Hablar de un libro que me acompañó como me acompañó el ser que recibió su nombre.

Tundra.

 



La muerte y los pequeños rituales que aparecen como un refugio de calma plena. Despedí a mi abuela a la distancia, en Bosnia, en 2017, abrazando a mi hermano a las tres de la mañana. Despedí a mi papá el año pasado, en Córdoba, temblando frente a la luna, Germán abrazándome y manejando horas sin parar para llegar a casa. Despedí a Tundra estando acá, ahora, tan cerca de esa tundra que me hizo nombrarla, de ese anhelo que creció con nosotras, sin poder llegar a ir a buscarla. Prendí una vela y no pude hablar de ella hasta que la vida hizo confluir todos los ríos y me dejó soltar mi corazón apretado al final de un día que parecía ser puro intelecto, pero en verdad era amor, no podía ser más que amor.

Lloramos juntes con Germán. Sin tiempo.

La muerte y su forma de hacerme sentir la soledad de la vida. Desde que se fue papá, desde que se me desgarró ese gran pedazo de mí que ahora me constituye en ausencia. Estar acá también es un desgarro.

Y nieva. Eso también es muerte, y también es magia. Asombrosa magia. Pienso en Tundra. Pienso en papá. Pienso en mi abuela. Todo se cubre de un velo blanco, extrañeza, cambia el sonido de los pasos en la vereda. Todo suena distinto. Hasta el francés.

 

El amor salvaje de Tundra, su compañía potente y penetrante, sus patitas simpáticas que eran también fuerza de estampida, límite declarado, pura dirección, ir hacia el anhelo, correr y saltar en busca de ese anhelo, feroz, valiente. Infinita.

 

 

viernes, 4 de noviembre de 2022

Entre paréntesis


Si tu mejor momento es el otoño, te quiero.

Por eso siempre quise mucho a La Plata. Por eso ahora quiero (¿aún más? ¿cómo te atreves? ¡vendida!) a Montreal.

señalando la llegada del otoño en Parc Laurier


En este mes, el esplendor del otoño vino, brilló y se retiró en silencio. Paseamos, comimos, jugamos, pero también trabajamos muchísimo: mientras hace (larguísimas) entrevistas para conseguir trabajo de lo suyo, Germán empezó como empleado en un negocio de artículos de cocina (en donde nos queremos comprar todo); y yo, para este momento puedo decir que he acumulado cinco contratos de trabajos distintos más un alumno particular (sh, no le digan al fisco). A todo eso se suman las lecturas, el estudio, buscar becas, mandar resúmenes y propuestas, y aunque a veces parece que no me alcanza el tiempo, la vida siempre me confirma que lo que importa es el viaje, y es en los intersticios, en las caminatas de aquí para allá, en donde suelo encontrar la cosquillita de alegría que aún siento por estar… acá. Caminar volviendo a casa con el solcito de la tarde por el Parc Laurier, llegar y acariciar a Jules que se tira en el jardín. Tomarme un matecito.

 



Entonces, ¿qué hicimos? ¿Qué puedo contar entre tanta intensidad, encuentros, estímulos, ideas circulando? Pues cuento lo que se me ocurre, o lo que fue quedando registrado en las fotos. Por ejemplo, que a principios de octubre, cuando el otoño se estaba activando, fuimos con Timo y Julia al Parque Nacional Oka, y después a juntar manzanas, porque ¿por qué no?, si es lo que la gente hace en otoño, había que probar, y a riesgo de quedar no solo como una vendida sino que encima conforme a los clichés, debo decir que me gustó y que en serio (¡en serio!), nos divertimos mucho. Pero para ponerle un toque de “avivada argentina” (¿qué me pasa hoy con los clichés y estereotipos? Perdón), Germán se llenó no solo la canastita que nos dieron (y pagamos) a la entrada, sino que también toda la mochila, las manos, los bolsillos. Conclusión: después de tres tartas de manzana, dos tandas de muffin de manzana, dos strudel, y una torta de manzanas invertidas que se está cocinando en este momento, todavía nos quedan un montón.

 

Parc Oka
Parc Oka


juntando manzanitas

mini




el botín

Otro día paseamos por el Mont Royal y su enorme cementerio, en donde todavía (todavía) no vimos marmotas. Pero ya aparecerán. También recibí, aunque no en casa, las primeras visitas de Argentina: Dani y Romi, que aunque hoy en día sean mis colegas, siempre serán mis primeras dos hermosas profes de la facultad. En el medio, fui a visitar el College Kiuna, un postsecundario (en Quebec, hay que hacer en general dos años en un college o cégép antes de entrar a la universidad) “autochtone”, como le dicen acá, o indígena (no me hagan empezar con las reflexiones sobre el vocabulario porque no paro más), en donde Jimena, otra colega que conocí el año pasado, me invitó a dar una charla sobre traducción al español de literatura innu, aprovechando la visita de una delegación de la Universidad Intercultural Maya de Quintana, México. Encuentros y más encuentros.

 

la verdad es que la bandera de Canadá tiene mucho sentido





comimos demasiadas tartas dulces

los ginkgo explotadísimos a la salida del metro

Parc Lafontaine

con Dani y Romi, que me trajeron ejemplares de la Antología que publicamos en Argentina

en Kiuna

Otro día fuimos al Parc Jean Dreapeau, en la isla Saint-Hélène, en bici con dos compañeras. Otro día descubrí que puedo ir gratis a nadar a una pileta. Y así. En el medio, me escribe Daniel, el profe de la UQAM gracias al que viajé a Wemotaci, para ofrecerme empezar a trabajar en su centro de investigación. Y así, así, así. Y en el medio, pero más en el medio de todo y descuajeringado que cualquier otra cosa en mi experiencia de Montreal: Halloween explotando por todos lados, por aquí y por allá. Calabazas, decoraciones que van de simpáticas a ridículas e inexplicables, y el 31, gente disfrazada en el metro, en la calle, en cualquier lugar. No me animé a sacar fotos porque había muches niñes y porque acá la gente puede ofenderse muy fácil, así que dejo que su imaginación trabaje y cree en su cabeza la familia de vikingues que me crucé en la esquina de casa cuando estaba llegando.

 

esqueleto tirando cosas del balcón

buuu


antes
después


Montreal desde la isla Sainte-Hélène

Parc Jean Drapeau





Perdón por tanto paréntesis. Ya se huele la torta de manzanas, debe estar por estar.

 

 

martes, 11 de octubre de 2022

Jules et Jimmy

Desde siempre fue un hábito contar las noticias atrasadas en este blog, como si necesitara un tiempito para digerir y procesar lo que va pasando por el aire, hasta que de pronto empiezo a sentir la necesidad de dejar asentada toda esa información para que no se me escape de las manos (pero ya se sabe que gran parte siempre se escapa, las fotos y las palabras capturan un presente y en esa captura hay transformación, entonces la memoria, la estética, la comunicación, los granos de arena que corren y no dejan de correr… qué embrollo).


Vuelta del viaje dentro del viaje, me encontré con una casa a medio mudar que Germán había estado pintando y acomodando, en donde aún casi no teníamos muebles. Solo un colchón, todas las valijas tiradas y desordenadas, una mesa, unas sillas usadas. Durante toda la semana estuvimos intentando remediar esa situación buscando muebles usados en internet (acá todo se mueve por Marketplace), pero necesitábamos un transporte bastante grande para ir a buscarlos. Por eso, ese viernes Germán alquiló una camionetita U-Haul y se animó a manejar dando vueltas por toda la gran ciudad.


La primera parada se resolvió sin inconvenientes (una silla de escritorio que buscamos por el centro), pero por supuesto, en algún punto las aventuras tenían que empezar. La segunda parada era para ir a buscar una cama que le compramos a Jimmy, señor que (asumimos) es marroquí y con quien Germán había arreglado encontrarse en su ¿taller? (nunca entendimos) por la zona de Côte-de-neiges. Cuando llegamos, no solo no había nadie, sino que, mientras esperábamos, empezamos a sentir que habíamos salido de Montréal para llegar a Marruecos: exactamente enfrente había una mezquita, y por la calle solo pasaban hombres vestidos con túnica larga y chechia (el sombrerito); si se escuchaba algún intercambio era en árabe, excepto la conversación en inglés de un señor que fue a autorizar a que pusieran carteles de publicidad política (período de elecciones) en la puerta de la mezquita. Tuvimos un ratazo para escuchar y observar. Jimmy no venía, y cuando Germán logró comunicarse con él, nos dijo que estaba durmiendo, que le teníamos que avisar antes, que había pasado toda la noche trabajando, armando y desarmando la cama y no sé qué más. Iba a tardar una hora y media en desarmar de nuevo la cama y llegar.



Dudando de si se trataba de un malentendido cultural o si simplemente Jimmy no era de fiar, nos tocó esperar (el U-haul nos cobrara por km y estábamos lejos), así que fuimos caminando a un centro comercial muy particular que había por la zona, para ir al Wal-mart más desordenado y descuidado del planeta, en donde nos compramos unas cortinas para la casa. Hicimos también un tour por un Renaissance (cadena de negocio de ropa y cosas usadas), y al volver nos encontramos con un Jimmy muy agitado que nos explicó cómo se había quedado toda la noche arreglando y agregándole cosas a la cama para que sea mejor, poniendo agujeros y tornillos acá y allá, obviando soberanamente el hecho de que nosotres ya le habíamos comprado la cama así como estaba y jamás le habíamos pedido que mejore nada. Justo todo el mundo salía de rezar en la mezquita, y en un clima de confusión total, cargamos la cama desarmada y nos fuimos.

comiendo (falafel, obvio) en ese submundo que era el centro comercial



Seguimos viaje volviendo a la zona de confort, hacia el hermoso barrio de petit Portugal, a lo de Hugo y Rania, amigues de Timo y Julia, que se mudaron hace poquito y nos regalaron su sillón viejo; después fuimos a buscar una cajonera que le compramos a Julia, solo para llegar a casa, pasar 20 minutos intentando pasar por la puerta el sillón (no me pregunten cómo lo logramos), descargar todo y volver a salir: tener movilidad por un día era una oportunidad que aprovechar, así que decidimos ir a hacer compras a Costco, una especie de mayorista barato en donde tenés que hacerte miembro solo para poder entrar (¿?). Llegamos a casa tarde y agotades, Ger se fue a devolver el U-haul y yo me quedé terminando cosas para la facultad.



Holiiiii



Y aunque pareció un día de locura, todos los días vienen siendo así, entre las movidas de la casa, la facultad, mis dos/tres trabajos (sí, ya voy sumando clases nuevas), la adaptación… Sumado a que, a veces, buscar las cosas más baratas nos termina trayendo problemas como el de la cama de Jimmy, que cuando la quisimos armar era imposible de entender, tenía agujeros hechos por él, adaptaciones ridículas y le faltaba más de un tornillo; y cuando Germán le quiso reclamar, terminó viniendo días más tarde a casa con un taladro a hacerle más agujeros así nomás e intentar arreglar todo rápido para poder irse. Qué personaje.

Pero también está el otro lado: el de la alegría de volver a casa cada día, de sentir el solcito que entra por el jardín a la tarde, de recibir cada mañana a los pajaritos, las ardillas… Y a Jules, nuestro invitado especial, el gato de la vecina que viene a inspeccionar toda la casa, reclamar mimos, agua, y acechar algo en el patio que no queremos saber qué es todavía, mientras se trate solo de enternecemos con su presencia cotidiana.

Jules tomando clases de Chi Kung online

Jules paseando por el patio



La casita se va formando y dándonos calor en estos días en los que ya (sí, ¡ya!) se vino el frío. El otoño naranja y rojito nos llama a salir a pasear y conocer lugares nuevos, la ciudad se llena de calabazas, pero eso quedará para la próxima entrega, porque todavía siento la arenita que corre por mis pies y por mis manos.



sábado, 1 de octubre de 2022

Mikwetc

 


Resulta que a principios de este año, un día, de casualidad, encuentro un appel à communications de un Coloquio llamado “L’autochtonie comparée des amériques”. Quizás aún no lo sepan, pero ese es exactamente mi tema de investigación, y parte de los motivos por los que hoy estoy aquí: vine en búsqueda de todo eso que me suena y me resuena de las literaturas indígenas de acá y de allá. El Coloquio era parte de un proyecto conjunto entre la UQAM (de Montréal), la universidad de Versalles, y la USAL (en Buenos Aires), en donde participaba gente del ámbito del arte, de la literatura, y del derecho. Yo no tenía nada que ver, pero pregunté si podía participar y presentar un trabajito, y ahí fue. En marzo, entonces, conocí en CABA a un grupo de gente hermosa, con intervenciones preciosas, y asistimos al que probablemente haya sido el primer encuentro en persona de representantes de la cultura innu y mapuche.

¿Por qué cuento esto?

Porque la semana pasada me fui de viaje con, más o menos, esta misma gente, que otra vez, aunque yo no formara parte de sus instituciones, me invitaron a participar (y hasta me pagaron viaje y alojamiento). Esta vez, en lugar de traer a la gran ciudad a gente de las comunidades, hicimos lo contrario, y nos fuimos adentrando en el territorio, cada día un poquito más, conociendo personas de la nación Atikamekw, gracias a todos los contactos de una de las participantes del grupo, que también pertenece a la nación.

Así que el primer día nos subimos al auto (los autos, tres o cuatro según el momento del viaje). Parada 1, senderito en el bosque en la región de Lanaudière. Abrir el pecho, saludar a los árboles (mientras se habla con les colegas universitaries de cosas más o menos serias, aún). Parada 2, la ciudad de Trois-rivières, justito justito frente a la cervecería del papá de Paula que yo había conocido el añopasado, y aunque estaba previsto almorzar en otro lado ese día, se ve que insistí tanto con ese lugar, que a la vuelta terminamos yendo y nadie se arrepintió. Parada 3 del primer día: el espacio Onikam, lugar de creación, de exposición, y sede de una cooperativa Atikamekw, en donde fuimos recibides por una de sus cofundadoras, quien nos dio una charla increíble sobre el trabajo que están haciendo, su concepción de la economía, de la cultura, del entorno. En ese lugar tuve también una revelación conectada a las mariposas de papel que colgaban suspendidas del techo, pero ya la explicaré en otra ocasión. También ahí nos habló un abogado indígena experto en muchas de las problemáticas de las comunidades.



la cervecería del papá de Paula en Trois Rivières

espace Onikan



Con la panza, la cabeza y el corazón ya repleto, nos fuimos a nuestro hotel en la ruta, en donde yo tenía una habitación compartida con una compañera que finalmente no pudo ir, así que, después de una cena muy divertida y ya bien relajada con el grupo, pasé mi primera noche solitaria, la única con wifi, porque al otro día ya empezaba la desconexión (o reconexión) total.


Al otro día, teníamos planeado ir a caminar al bosque, un parque-reserva que estaba ahí nomás, pero cuando llegamos, nos topamos con una barrera baja, y la realidad de que estaba cerrado por temporada de caza. Lejos de querer infringir la ley (y mucho más lejos de querer circular por donde hay gente disparando rifles), nos “conformamos” con ir a otro parque cercano, mucho menos salvaje y más preparado para recibir visitas, pero no por eso menos hermoso. Vimos una cascadita hermosa, caminamos, charlamos (ah, y también vimos muchos animales embalsamados).





Seguimos camino hacia La Tuque, ya un pueblo más pequeño, en donde está el Consejo de la Nación Atikamekw y todas sus oficinas. Ahí, además de conocer el lugar, visitamos el archivo, con una guía amorosa y simpática (nadie no fue amorose y simpátique en este viaje, en realidad). Después, ahí mismo, conocimos y charlamos con una guardiana de la lengua maravillosa, tecnóloga y coordinadora de muchos proyectos importantes, como la creación de dos diccionarios atikamekw-francés. También conocimos y escuchamos al gran jefe de la nación, pero por videollamada, porque le tocaba estar en otro lugar.

La Tuque

en los archivos

ahí se ven los diccionarios y nuestra concentración


reclamo territorial atikamekw

Ya de noche, luego de otra cena divertida en un restaurant de La Tuque, partimos rumbo al hospedaje de nuestras dos siguientes noches: el hotel Odanak, un antiguo club de caza que hoy pertenece a la comunidad atikamekw de Wemotaci, un lugar como de ensueño a orillas del Lago Castor, en donde no hay señal de celular, y apenas un poco de wifi. La llegada fue de película, a oscuras, con una lluvia torrencial, truenos y relámpagos por la ruta forestal.

mi habitación



Al otro día, fuimos a la reserva indígena de Wemotaci, visitamos a su Consejo, conocimos al jefe y a dos consejeres, recorrimos un poco el lugar, un pueblo pequeño en donde, además de su gente amable, me encantó poder ver perros sueltos en la calle otra vez (cosa que, creo, no se ve en ningún otro lado en Canadá), como si acariciar pichichos callejeros me diera la sensación de estar en casa.





Y ahí, lo más maravilloso del viaje: conocer a la mamá de Véronique (quien nos hizo todos los contactos atikamekw), que nos cocinó una comida tradicional: pâté d’orignal (el orignal, el alce, es el animal tradicional de la cultura), que yo no probé por ingenua fidelidad a mis principios de vegetariana occidental pero que todo el mundo festejó, la bannique (pan tradicional de muchos pueblos originarios), otras cositas exquisitas, y la pâte de bleuets, una pasta de arándanos maravillosa que se cuece al fuego de leña durante horas. Pero lo mejor de todo fue escuchar a la cocinera: esa mujer nos alimentó cuerpo, mente, alma y espíritu, entramando narraciones circulares sobre su vida, sobre la vida, sobre el mundo, durante horas. Algo de su voz, algo de su ser, me hizo como un pequeño crack adentro, una rajadura por donde entra luz y por donde quizás también pueda salir en algún momento. En sus palabras, a veces sentía que escuchaba a mi abuelo. Los relatos de alguien que viajó por el mundo, los relatos de alguien que no olvidó jamás sus raíces, los relatos de alguien a quien le tocó un dolor impuesto, lo ajeno de la guerra, lo ajeno de los pensionados indígenas, y así todo sobrevivir para contarlo, perdonar, amar, armar y armarse de una narración que potencia e ilumina alrededor. El agradecimiento es infinito. Todavía no me alcanzan las palabras.


en donde se puede apreciar fácilmente mi estado de felicidad

Solo recordar también la noche de vuelta al hospedaje, el restaurant invadido por un grupo de jubilados franceses, el retiro al bar en donde Véronique y Géneviève interpretaron para nosotres una parte de la obra escrita por Véronique a la luz de las velas. La magia.

Al otro día, la vuelta por la ruta tranquila, el almuerzo en la cervecería en Trois-Rivières, una parada por el museo Abénakis, y finalmente la llegada a Montréal, al departamento en donde Ger había arrancado una mudanza solito, para emprender esa otra aventura (que contaré la próxima vez).

En el medio, todas las charlas, las risas, los intercambios, las comidas. La generosidad infinita de cada une. Y yo, que apenas llego a este lugar, y no me imaginaba que tan pronto estaría cumpliendo mi sueño, mi destino… Mi por qué estar acá.