Resulta que
a principios de este año, un día, de casualidad, encuentro un appel à
communications de un Coloquio llamado “L’autochtonie comparée des amériques”.
Quizás aún no lo sepan, pero ese es exactamente mi tema de investigación, y
parte de los motivos por los que hoy estoy aquí: vine en búsqueda de todo eso
que me suena y me resuena de las literaturas indígenas de acá y de allá. El
Coloquio era parte de un proyecto conjunto entre la UQAM (de Montréal), la
universidad de Versalles, y la USAL (en Buenos Aires), en donde participaba
gente del ámbito del arte, de la literatura, y del derecho. Yo no tenía nada
que ver, pero pregunté si podía participar y presentar un trabajito, y ahí fue.
En marzo, entonces, conocí en CABA a un grupo de gente hermosa, con intervenciones
preciosas, y asistimos al que probablemente haya sido el primer encuentro en
persona de representantes de la cultura innu y mapuche.
¿Por qué
cuento esto?
Porque la
semana pasada me fui de viaje con, más o menos, esta misma gente, que otra vez,
aunque yo no formara parte de sus instituciones, me invitaron a participar (y
hasta me pagaron viaje y alojamiento). Esta vez, en lugar de traer a la gran
ciudad a gente de las comunidades, hicimos lo contrario, y nos fuimos
adentrando en el territorio, cada día un poquito más, conociendo personas de la
nación Atikamekw, gracias a todos los contactos de una de las participantes del
grupo, que también pertenece a la nación.
Así que el primer
día nos subimos al auto (los autos, tres o cuatro según el momento del viaje).
Parada 1, senderito en el bosque en la región de Lanaudière. Abrir el pecho,
saludar a los árboles (mientras se habla con les colegas universitaries de cosas
más o menos serias, aún). Parada 2, la ciudad de Trois-rivières, justito
justito frente a la cervecería del papá de Paula que yo había conocido el añopasado, y aunque estaba previsto almorzar en otro lado ese día, se ve que
insistí tanto con ese lugar, que a la vuelta terminamos yendo y nadie se
arrepintió. Parada 3 del primer día: el espacio Onikam, lugar de creación, de
exposición, y sede de una cooperativa Atikamekw, en donde fuimos recibides por
una de sus cofundadoras, quien nos dio una charla increíble sobre el trabajo
que están haciendo, su concepción de la economía, de la cultura, del entorno.
En ese lugar tuve también una revelación conectada a las mariposas de papel que
colgaban suspendidas del techo, pero ya la explicaré en otra ocasión. También
ahí nos habló un abogado indígena experto en muchas de las problemáticas de las
comunidades.
la cervecería del papá de Paula en Trois Rivières
espace Onikan
Con la
panza, la cabeza y el corazón ya repleto, nos fuimos a nuestro hotel en la
ruta, en donde yo tenía una habitación compartida con una compañera que
finalmente no pudo ir, así que, después de una cena muy divertida y ya bien relajada
con el grupo, pasé mi primera noche solitaria, la única con wifi, porque al
otro día ya empezaba la desconexión (o reconexión) total.
Al otro
día, teníamos planeado ir a caminar al bosque, un parque-reserva que estaba ahí
nomás, pero cuando llegamos, nos topamos con una barrera baja, y la realidad de
que estaba cerrado por temporada de caza. Lejos de querer infringir la ley (y
mucho más lejos de querer circular por donde hay gente disparando rifles), nos “conformamos”
con ir a otro parque cercano, mucho menos salvaje y más preparado para recibir
visitas, pero no por eso menos hermoso. Vimos una cascadita hermosa, caminamos,
charlamos (ah, y también vimos muchos animales embalsamados).
Seguimos
camino hacia La Tuque, ya un pueblo más pequeño, en donde está el Consejo de la
Nación Atikamekw y todas sus oficinas. Ahí, además de conocer el lugar,
visitamos el archivo, con una guía amorosa y simpática (nadie no fue amorose y
simpátique en este viaje, en realidad). Después, ahí mismo, conocimos y
charlamos con una guardiana de la lengua maravillosa, tecnóloga y coordinadora
de muchos proyectos importantes, como la creación de dos diccionarios
atikamekw-francés. También conocimos y escuchamos al gran jefe de la nación,
pero por videollamada, porque le tocaba estar en otro lugar.
La Tuque
en los archivos
ahí se ven los diccionarios y nuestra concentración
reclamo territorial atikamekw
Ya de noche,
luego de otra cena divertida en un restaurant de La Tuque, partimos rumbo al
hospedaje de nuestras dos siguientes noches: el hotel Odanak, un antiguo club
de caza que hoy pertenece a la comunidad atikamekw de Wemotaci, un lugar como
de ensueño a orillas del Lago Castor, en donde no hay señal de celular, y
apenas un poco de wifi. La llegada fue de película, a oscuras, con una lluvia
torrencial, truenos y relámpagos por la ruta forestal.
mi habitación
Al otro
día, fuimos a la reserva indígena de Wemotaci, visitamos a su Consejo,
conocimos al jefe y a dos consejeres, recorrimos un poco el lugar, un pueblo
pequeño en donde, además de su gente amable, me encantó poder ver perros
sueltos en la calle otra vez (cosa que, creo, no se ve en ningún otro lado en
Canadá), como si acariciar pichichos callejeros me diera la sensación de estar
en casa.
Y ahí, lo
más maravilloso del viaje: conocer a la mamá de Véronique (quien nos hizo todos
los contactos atikamekw), que nos cocinó una comida tradicional: pâté d’orignal
(el orignal, el alce, es el animal tradicional de la cultura), que yo no probé por
ingenua fidelidad a mis principios de vegetariana occidental pero que todo el
mundo festejó, la bannique (pan tradicional de muchos pueblos originarios),
otras cositas exquisitas, y la pâte de bleuets, una pasta de arándanos
maravillosa que se cuece al fuego de leña durante horas. Pero lo mejor de todo
fue escuchar a la cocinera: esa mujer nos alimentó cuerpo, mente, alma y
espíritu, entramando narraciones circulares sobre su vida, sobre la vida, sobre
el mundo, durante horas. Algo de su voz, algo de su ser, me hizo como un
pequeño crack adentro, una rajadura por donde entra luz y por donde quizás
también pueda salir en algún momento. En sus palabras, a veces sentía que
escuchaba a mi abuelo. Los relatos de alguien que viajó por el mundo, los
relatos de alguien que no olvidó jamás sus raíces, los relatos de alguien a
quien le tocó un dolor impuesto, lo ajeno de la guerra, lo ajeno de los
pensionados indígenas, y así todo sobrevivir para contarlo, perdonar, amar, armar
y armarse de una narración que potencia e ilumina alrededor. El agradecimiento
es infinito. Todavía no me alcanzan las palabras.
en donde se puede apreciar fácilmente mi estado de felicidad
Solo
recordar también la noche de vuelta al hospedaje, el restaurant invadido por un
grupo de jubilados franceses, el retiro al bar en donde Véronique y Géneviève
interpretaron para nosotres una parte de la obra escrita por Véronique a la luz
de las velas. La magia.
Al otro
día, la vuelta por la ruta tranquila, el almuerzo en la cervecería en
Trois-Rivières, una parada por el museo Abénakis, y finalmente la llegada a
Montréal, al departamento en donde Ger había arrancado una mudanza solito, para
emprender esa otra aventura (que contaré la próxima vez).
En el medio,
todas las charlas, las risas, los intercambios, las comidas. La generosidad
infinita de cada une. Y yo, que apenas llego a este lugar, y no me imaginaba
que tan pronto estaría cumpliendo mi sueño, mi destino… Mi por qué estar acá.