Un mes antes
de salir de viaje rumbo al misterio de las tierras que probablemente pisó mi
abuelo, encontré como por arte de magia todo lo que había estado buscando
muchos meses atrás. Un día de julio del año pasado había entrado a esa habitación
que hoy en día es depósito en la casa familiar, en búsqueda de fotos, datos,
documentos viejos de su vida europea que sabía que tenían que estar. En su
lugar, me encontré con recibos de sueldo, carnets de PAMI, escrituras
inmobiliarias y demás cuestiones puramente argentinas, no por eso menos
emocionantes, si se tiene en cuenta que también había tesoros, como una bolsa
llena de anteojos que le fueron perteneciendo a lo largo de los años (para ver
de cerca, para ver de lejos) y una serie de papeles de mi madre que incluían
los estudios que indicaron que estaba embarazada de mí y de mi hermano.
Pero un mes
antes de salir de viaje, volví a pensar en esos casetes de los que mi madre me
había hablado, unos casetes grabados durante el trabajo que hizo con mi abuelo
para ampliar y escribir el que luego fue definitivamente su libro. Me volví a
internar en esa habitación por un rato, buscando con la mirada perdida, con el
semblante de quien busca en lugares que sabe que no son, revuelve por fuera
porque sabe que en algún lugar de su memoria está el dato preciso de dónde se
oculta lo que, finalmente, termina encontrando. Así encontré, como a partir de
una intuición en mi memoria que me llevó a abrir el placard y tirar del primer
cajón de la cajonera, no solo los casetes sino también todos esos documentos y
fotos que ahí estaban, más la versión del libro enviada a la editorial, el
contrato y varias fotocopias de notas de reseñas. Al rato llegó mi hermano y me
trajo, de otra habitación, la primera versión, el original, escrito a mano en un
libro de actas negro con tapas duras enormes.
Tres semanas
antes de salir de viaje, mi hermano me acercó un grabadorcito portátil para
reproducir los casetes, el mismo con el que en aquel momento se habían grabado.
Era sábado a la noche de un día de esos que me había partido lentamente en
pedacitos, incluyendo farmacias de turno y guardias de hospital por cuestiones
de mi padre. Mis planes se habían arruinado y volví a casa, extenuada. Me llevó
un buen rato recolectar las pilas necesarias para hacer andar al aparatito.
Otro rato sacar el casete de Manuelita la tortuga de mi infancia que estaba
puesto, poner el primero de la serie de mi abuelo, rotulado “1, Tula/Brody” y
terminarlo de rebobinar, mientras pensaba cuán distintos eran los tiempos hace
tan solo unos años, la ceremonia del rebobinado, cambiar de lado el casete, la
calidad de los minutos que pasan.
Y entonces,
habló.
Hay algo en el
timbre del sonido que es una magia escondida como un secreto que resuena con la
voz. La vibración debe transportar flujos de la memoria. No me explico, sino,
cómo tembló todo mi cuerpo al escuchar esa frecuencia que me llevó, primero, a
mi infancia, y después más allá. Mi abuelo hablando como siempre, en ese
español casi correcto pero truncado, sus curvas tonales que exhalaban
amabilidad, sus titubeos y sus expresiones que podía ver a través del sonido, los
hilos que formaban su voz separándose en hebras cuando su tono se volvía un
chiste, cuando sonaba a ironía, cuando de alguna manera quería explicar lo
ridículo de alguna situación. Primero, a mi infancia, y después, más allá. A un
tiempo desconocido, que pronto se volverá espacio al otro lado del océano.
Por unos
momentos, me dormí acostada en el sillón, abrazada al aparatito que seguía
sonando. Mi abuelo había vuelto a contarme historias. Estaba acompañada. Cerrando
los ojos le di imagen a todo lo que contaba, deseando en silencio que pasen
rápido estas tres semanas para ir a buscar esos lugares que no podía dejar de
imaginar. Pero entonces, de algún secreto lugar de esas cuerdas que entretejían
su voz, me llegó el miedo. Un miedo que no es mi infancia, que es más allá. Un
miedo de guerra. Un miedo que también estuvo siempre en algún lugar de la
memoria en donde nunca se me ocurrió revisar. Y ahora que falta tan poco
empiezo a estremecerme, ahora que falta tan poco para atravesar el agua, empiezo
la búsqueda de estrategias para poder atravesar esa línea de fuego.