domingo, 10 de febrero de 2019

Línea de fuego




Un mes antes de salir de viaje rumbo al misterio de las tierras que probablemente pisó mi abuelo, encontré como por arte de magia todo lo que había estado buscando muchos meses atrás. Un día de julio del año pasado había entrado a esa habitación que hoy en día es depósito en la casa familiar, en búsqueda de fotos, datos, documentos viejos de su vida europea que sabía que tenían que estar. En su lugar, me encontré con recibos de sueldo, carnets de PAMI, escrituras inmobiliarias y demás cuestiones puramente argentinas, no por eso menos emocionantes, si se tiene en cuenta que también había tesoros, como una bolsa llena de anteojos que le fueron perteneciendo a lo largo de los años (para ver de cerca, para ver de lejos) y una serie de papeles de mi madre que incluían los estudios que indicaron que estaba embarazada de mí y de mi hermano.
Pero un mes antes de salir de viaje, volví a pensar en esos casetes de los que mi madre me había hablado, unos casetes grabados durante el trabajo que hizo con mi abuelo para ampliar y escribir el que luego fue definitivamente su libro. Me volví a internar en esa habitación por un rato, buscando con la mirada perdida, con el semblante de quien busca en lugares que sabe que no son, revuelve por fuera porque sabe que en algún lugar de su memoria está el dato preciso de dónde se oculta lo que, finalmente, termina encontrando. Así encontré, como a partir de una intuición en mi memoria que me llevó a abrir el placard y tirar del primer cajón de la cajonera, no solo los casetes sino también todos esos documentos y fotos que ahí estaban, más la versión del libro enviada a la editorial, el contrato y varias fotocopias de notas de reseñas. Al rato llegó mi hermano y me trajo, de otra habitación, la primera versión, el original, escrito a mano en un libro de actas negro con tapas duras enormes.
Tres semanas antes de salir de viaje, mi hermano me acercó un grabadorcito portátil para reproducir los casetes, el mismo con el que en aquel momento se habían grabado. Era sábado a la noche de un día de esos que me había partido lentamente en pedacitos, incluyendo farmacias de turno y guardias de hospital por cuestiones de mi padre. Mis planes se habían arruinado y volví a casa, extenuada. Me llevó un buen rato recolectar las pilas necesarias para hacer andar al aparatito. Otro rato sacar el casete de Manuelita la tortuga de mi infancia que estaba puesto, poner el primero de la serie de mi abuelo, rotulado “1, Tula/Brody” y terminarlo de rebobinar, mientras pensaba cuán distintos eran los tiempos hace tan solo unos años, la ceremonia del rebobinado, cambiar de lado el casete, la calidad de los minutos que pasan.
Y entonces, habló.
Hay algo en el timbre del sonido que es una magia escondida como un secreto que resuena con la voz. La vibración debe transportar flujos de la memoria. No me explico, sino, cómo tembló todo mi cuerpo al escuchar esa frecuencia que me llevó, primero, a mi infancia, y después más allá. Mi abuelo hablando como siempre, en ese español casi correcto pero truncado, sus curvas tonales que exhalaban amabilidad, sus titubeos y sus expresiones que podía ver a través del sonido, los hilos que formaban su voz separándose en hebras cuando su tono se volvía un chiste, cuando sonaba a ironía, cuando de alguna manera quería explicar lo ridículo de alguna situación. Primero, a mi infancia, y después, más allá. A un tiempo desconocido, que pronto se volverá espacio al otro lado del océano.
Por unos momentos, me dormí acostada en el sillón, abrazada al aparatito que seguía sonando. Mi abuelo había vuelto a contarme historias. Estaba acompañada. Cerrando los ojos le di imagen a todo lo que contaba, deseando en silencio que pasen rápido estas tres semanas para ir a buscar esos lugares que no podía dejar de imaginar. Pero entonces, de algún secreto lugar de esas cuerdas que entretejían su voz, me llegó el miedo. Un miedo que no es mi infancia, que es más allá. Un miedo de guerra. Un miedo que también estuvo siempre en algún lugar de la memoria en donde nunca se me ocurrió revisar. Y ahora que falta tan poco empiezo a estremecerme, ahora que falta tan poco para atravesar el agua, empiezo la búsqueda de estrategias para poder atravesar esa línea de fuego.