El
silencio, otra vez el silencio.
Un laguito
que le hace calor al gestar de las palabras.
En estas
pausas en que decido escribir después de meses, nunca sé si es dar algo con
atraso o presentir un nuevo viaje.
Porque de
eso se trata esta pila de historias, ¿no? De viajes.
No sé cómo
contar los últimos días en Montreal, en junio, antes de volver a casa. Fueron
días de sol.
No sé cómo
contar la mayoría de las cosas.
Probablemente
tenga algunas atoradas al principio o al final de la garganta, y eso hace que desde
hace meses, desde el momento en que me subí al avión de vuelta, sienta que no
puedo respirar. Que no me alcanza el aire.
Sabía que
me iba a pasar esto: me iba a sentar a escribir y me iba a largar a llorar. ¿Se
trata de viajes? Mi viaje hoy es ese. Atravesar este lago de silencio y ver si
del otro lado hay algo más que lágrimas saladas. Nadar, sentir las cosquillas en
mis manos e intentar no desesperar de miedo cuando se corta el flujo del aire
bajo el agua.
Sabemos que
volver de viaje nunca es volver al mismo punto. Ya lo aprendimos por acá.
Sabemos que el trayecto sacude también, a veces con violencia, todos los mares
internos. Lo que pasa es que ahora ya no tengo referencia. Se me ha perdido
toda posibilidad de encontrarme conmigo en el medio del camino.
Me fui a
Canadá con miedo, un miedo tremendo de morirme como si me estuviera yendo a la
guerra con mi abuelo, en medio de una situación mundial brutal e impuesta. A
los pocos días de llegar, cuando me estafaron, alguien mató un pedacito de mi
ego. Recurrí a la fe y a la entrega, como si estuviera rezándole a las velas
del shabbat con mi abuela.
Volví de
Canadá con miedo. Un miedo que arrastro desde hace años. Mi papá no era jamás
ir a la guerra, mi papá era un océano de paz para mi niña interna, una conexión
profunda con la tierra. Antes de irme de Canadá, lo había abrazado por primera
vez en mucho tiempo. Evitamos tantos, tantos abrazos y besos por su fragilidad
en medio de una pandemia. Aun así, nos acompañamos. En estos años, mi papá fue
un gran reflejo y un gran compañero. Logré volver, y volver a abrazarlo. Llegué
en junio. Festejamos mi cumpleaños. Después vino julio, y la noche en que de
pronto, sin avisarle a nadie, él decidió que era momento de irse.
El miedo a
que se muriera mi papá es un poco como el miedo a morirme. Y ahora que ya
sucedió: ¿qué?
Floto un
instante en el agua.
Son todo
preguntas, la intuición de una conexión que está, y mirar el horizonte.
Acá estoy,
esperando que mi padre vuelva en forma de árbol o de poema.
Ya sabemos
que volver en la misma forma no existe cuando el viaje se va tejiendo con los
hilos de la vida.
Voy a
seguir dando brazadas hasta dar con una tierra húmeda y fresca, un lugar en
donde plantar mis pies por un momento.
Ya sé que
esto es una premonición. Que todo es como un círculo. Que voy a andar pronto
por los aires, buscando otra vez excusas para moverme.
Ahora
avanzo de a poquito, quiero nada más llegar al otro lado.