sábado, 20 de noviembre de 2021

El silencio

 

El silencio, otra vez el silencio.

Un laguito que le hace calor al gestar de las palabras.

En estas pausas en que decido escribir después de meses, nunca sé si es dar algo con atraso o presentir un nuevo viaje.

Porque de eso se trata esta pila de historias, ¿no? De viajes.

 

No sé cómo contar los últimos días en Montreal, en junio, antes de volver a casa. Fueron días de sol.

No sé cómo contar la mayoría de las cosas.

Probablemente tenga algunas atoradas al principio o al final de la garganta, y eso hace que desde hace meses, desde el momento en que me subí al avión de vuelta, sienta que no puedo respirar. Que no me alcanza el aire.

Sabía que me iba a pasar esto: me iba a sentar a escribir y me iba a largar a llorar. ¿Se trata de viajes? Mi viaje hoy es ese. Atravesar este lago de silencio y ver si del otro lado hay algo más que lágrimas saladas. Nadar, sentir las cosquillas en mis manos e intentar no desesperar de miedo cuando se corta el flujo del aire bajo el agua.

Sabemos que volver de viaje nunca es volver al mismo punto. Ya lo aprendimos por acá. Sabemos que el trayecto sacude también, a veces con violencia, todos los mares internos. Lo que pasa es que ahora ya no tengo referencia. Se me ha perdido toda posibilidad de encontrarme conmigo en el medio del camino.

 

Me fui a Canadá con miedo, un miedo tremendo de morirme como si me estuviera yendo a la guerra con mi abuelo, en medio de una situación mundial brutal e impuesta. A los pocos días de llegar, cuando me estafaron, alguien mató un pedacito de mi ego. Recurrí a la fe y a la entrega, como si estuviera rezándole a las velas del shabbat con mi abuela.

Volví de Canadá con miedo. Un miedo que arrastro desde hace años. Mi papá no era jamás ir a la guerra, mi papá era un océano de paz para mi niña interna, una conexión profunda con la tierra. Antes de irme de Canadá, lo había abrazado por primera vez en mucho tiempo. Evitamos tantos, tantos abrazos y besos por su fragilidad en medio de una pandemia. Aun así, nos acompañamos. En estos años, mi papá fue un gran reflejo y un gran compañero. Logré volver, y volver a abrazarlo. Llegué en junio. Festejamos mi cumpleaños. Después vino julio, y la noche en que de pronto, sin avisarle a nadie, él decidió que era momento de irse.

El miedo a que se muriera mi papá es un poco como el miedo a morirme. Y ahora que ya sucedió: ¿qué?

Floto un instante en el agua.

Son todo preguntas, la intuición de una conexión que está, y mirar el horizonte.

Acá estoy, esperando que mi padre vuelva en forma de árbol o de poema.

Ya sabemos que volver en la misma forma no existe cuando el viaje se va tejiendo con los hilos de la vida.

 

Voy a seguir dando brazadas hasta dar con una tierra húmeda y fresca, un lugar en donde plantar mis pies por un momento.

Ya sé que esto es una premonición. Que todo es como un círculo. Que voy a andar pronto por los aires, buscando otra vez excusas para moverme.

Ahora avanzo de a poquito, quiero nada más llegar al otro lado.