Dicen que
para conocer una ciudad extranjera, lo mejor es hacerlo de la mano de locales,
que te puedan mostrar esas pequeñas cosas ocultas que siendo turista no vas a
encontrar.
Pero hay
algo mejor aún: conocerla de la mano de locales que no son locales porque en
realidad vienen de tu país y se instalaron en la nueva ciudad hace poco más de
un año, lo suficiente como para seguir sorprendiéndose de lo nuevo, para mostrarte
los lugares que les gustan y hacerte sentir en casa al mismo tiempo, lo
suficiente como para hacerte amar esa ciudad que más que la ciudad es
simplemente pasear con personas tan amorosas y buena onda que hacen que valga
la pena todo recorrido.
A veces
digo “personas amorosas” y siento que escucho a mi mamá.
En fin.
El fin de
semana me fui a Montreal, a lo de Timo y Julia, que conocía de esas redes
misteriosas que unen a la gente que habita La Plata, de esos encuentros y
desencuentros que pueden llegar a juntar la capoeira con la filosofía de las
ciencias, el swing, la traducción y la literatura latinoamericana. Y les
amigues, sobre todo las redes de amigues que nos conectan interplanetariamente
(porque Timo viene de Estados Unidos y Julia de Argentina, pero también puede
que sean extraterrestres. Ya se sabe que los extraterrestres son de lo más
amables que podemos encontrar. Y hablando de esto, tienen un canal en YouTube
que se llama life bajo cero, mi parte favorita es el minuto 2’38’’ de estevideo sobre navidad en Montréal).
Entonces
Montreal fue llegar y sentirme en casa, llegar e ir a comer ñoquis de un
puestito a la calle que te los da en cajita para que por 5 dólares te mandes
alto almuerzo en una mesita de pic nic medio mojada mirando un picadito de los
pibes del barrio. Merendar brownies y palmeritas en el auto yendo al Mont Royal
a ver la ciudad desde arriba. Charlar sobre lo que nos sorprende, nos gusta o
nos enoja de las universidades de Canadá. Recorrer librerías hermosas. Imaginarnos
maneras de captar hipsters para que pongan de moda una heladería hipotética que
se podría abrir acá Germán.
Y descubrir
que a veces los perros tienen zapatitos.
(Acá
tendría que haber una foto de un perro con zapatitos, pero no hay).
Fue llegar
y respirar un poco más profundo (esperando no contagiarme covid) el aire de una
gran ciudad, o al menos grande en comparación a Sherbrooke, esta pequeña ciudad
que como toda ciudad pequeña también te puede encerrar un poco. Montreal me
hace acordar a nuestros viajes por Europa (¿cómo se hace para decir eso sin que
suene tan cheto?), caminar por ciudades llenas de estímulos y gente de todos
lados hablando idiomas distintos. Edificios de tres plantas con ladrillo a la
vista y escaleritas hermosas en el frente. Y negocios chiquitos. Extrañaba los
negocios chiquitos.
Fue llegar
y ya estar prometiendo volver varias veces más, porque entre el poco tiempo y
el día de lluvia, nos quedaron muchas cosas pendientes. Pero el respiro, el
alivio, lo tuve, como un mimo. Y lo agradezco con el corazón. Otra vez “Home is
where the heart is”… Y no me voy a engañar, mi corazón está acá latiendo conmigo,
pero también late en un departamento de la avenida 60 en La Plata a donde hoy
llegó mi carta de aceptación de la universidad (que no me sirve para nada, primer
mundo gastando estampillas una vez más). Eso no quita que cuando el bus volvió
a rodar por las calles de Sherbrooke haya tenido una sensación familiar, un retorno
al hogar, home sweet home, algo así me está viniendo.