Parecía que iba a irme de Quebec sin haber
conocido más que Sherbrooke y Montreal (y Victoriaville, capítulo que me quedó
sin contar), pero una vez más, Paula vino al rescate.
El jueves 27 me levanté bien tempranito,
preparé una mochila, y me pasó a buscar en un auto que alquilamos para un
pequeño road trip de cuatro días. Salimos en dirección al norte, y nuestra
primera parada fue la ciudad de Trois-Rivières, que no solo es la Capital de la
Poesía (¡!) sino que también tiene a la mamá de Paula y al papá de Paula, que
hace una cerveza riquísima que vende en Le temps d’une pinte. So, parada
obligatoria de visita familiar y cervecera, conocí la ciudad y la cervecería,
además de tener un primer acercamiento al paisaje del gran río Saint Laurent.
posando en donde se fabrican las cervezas
poesía en las calles
en la costanera de Trois-Rivières
nunca supimos qué era esto
Con la pancita llena, volvimos a la ruta y
seguimos subiendo, pasando Quebec, hasta la bella región de Charlevoix con sus
colinitas medio a la Toscana. Paramos en Baie Saint-Paul en búsqueda de una
bella vista y un vinito para la noche, pero después nos dio ganas de helado:
terminamos en un negocio que parecía el corazón de Willy Wonka y además hacía
un helado muy rico, que comimos mientras disfrutamos de la bucólica y colorida
vista del centrito de la ciudad. Todo muy tierno. Pero nuestro destino estaba
un poquito más lejos, así que nos subimos al auto y seguimos hasta Malbaie, en
donde estaba el terreno en donde íbamos a acampar: el parque que rodea a una
gran casa de la familia de Alix, conocide de Paula, que muy gentilmente nos
dejó poner nuestras carpitas ahí y vino a acompañarnos a la noche.
por la ruta
heladito en Baie Saint-Paul
Willy Wonka, un poroto
aquí dormimos
Lo que no nos esperábamos es que después de que
viniera haciendo 26, 27, 29 grados esa semana, nos tocara una noche de frío y
viento helado: empezó a anochecer y, si no estábamos al calor del fueguito, temblábamos.
La idea de dormir cada una en su carpita con ese clima nos asustó un poco, pero
nos equipamos bien (yo con una bolsa de dormir mágica que me prestó Danny), nos
calentamos unas botellas de agua que funcionan como una bolsa de agua caliente,
y después de un buen vinito y de probar por primera vez los s’mores
(malvaviscos asados a las brasas, sí sí, con la ramita, como en las películas,
pero después se ponen entre dos galletitas con un pedazo de chocolate en el
medio que se derrite con el calor), pude dormir bastante. A la mañana
siguiente, el agua que había quedado en la ollita de la comida seguía
congelada: dormimos en carpa con -3°.
mostrando el agua todavía congelada en la ollita
Sorprendidas de haber sobrevivido a esa noche,
seguimos viaje hacia el norte, bordeando el Saint Laurent que nos regalaba
paisajes cada vez más bellos. Paramos en Port-au-persil (¿puerto del perejil? Yo
qué sé, no me pregunten) a admirar el paisaje y empezar a sospechar que alguien
nos estaba engañando, porque el Saint Laurent ya no parecía un río, sino un
mar: ¿en dónde estaba la otra orilla? ¿cómo es que tenía ese color? Preguntas
que jamás serán contestadas, como diría Jorgito. De camino paramos a comprar
sidra artesanal en un lugar muy artesanal con los manzanos ahí al lado (tan
artesanal que tuvimos que llamar por teléfono a la señora que la vendía porque
se había ido a hacer no sé qué cosa y había dejado el cartel de “abierto”
prendido, y como la hicimos venir no podíamos no terminar comprando…
¿estrategia de marketing particular? Tampoco nadie nunca lo sabrá), y también
paramos en la Baie des Rochers, con un paisaje increíble.
escudo con vaquita en la sidrería
Pero esta vez, nuestra parada final era aún
mejor, en el lugar en donde se cruzan dos ríos: Tadoussac. Para llegar tuvimos
que cruzar con el auto en un ferry por el río Saguenay, y al llegar y ver la
playa, ya dejamos de hablar de ríos y empezamos a hablar de mar porque por más
que la geografía diga lo que diga, esa vista, esa costanera, ese pueblo, no es
de río, es de mar. Así que ahí estuvimos paseando, tomando mate mirando a la
playa mientras un parapente volaba a un par de metros encima nuestro,
intentando ver ballenitas o belugas (no vinieron), y después tomando cerveza
con papas fritas, porque las vacaciones son vacaciones. Esta vez nos instalamos
en un camping (que me hizo recordar los viejos tiempos de trabajo en París), y
aunque a la noche hizo frío, la temperatura ya estaba un poco mejor que antes. Esa
noche recibí un mail diciendo que mi vuelo de vuelta a Argentina se cancelaba,
estuve una hora esperando que me atendieran el teléfono, y solo a la mañana
siguiente pude concretar un cambio de vuelo, en donde de pronto se me adelantó
unos días y tuve que reservar nuevo test de antes de viajar, entre otros
estreses varios.
cruzando en el ferry
gente adentro de gente, para la colección de carteles que no se entienden
no se suban a la beluga
Al día siguiente, entonces, después de
solucionar esos temitas, empezamos a bajar, hasta llegar a la ciudad de Quebec,
que nos esperaba con solcito, turistas, castillito, callecitas onda Francia
medieval pero limpita y archirenovada, y una manifestación de gente
anti-barbijo que gritaba “li-ber-té” y que parece que entendió mal el
significado de la palabra “dictadura”. Pero dejemos a esa gente ahí. Quebec me
pareció muy linda, y me impresionó ver, desde las partes altas de la ciudad,
como aparecía ahí nomás el verde de fondo, las colinas y los árboles que la
rodean. Recorrimos un poco la ciudad, nos sacamos la debida selfie en el
Chateau de Frontenac, nos tomamos el debido helado, y seguimos viaje hacia el
sur.
Pasamos la noche en el camping del Parc de
Portneuf, por donde a la mañana siguiente pudimos caminar y recorrer entre
bosquecito, río, piedras, y paisajes de calma total. En cada caminata aparecían
nombres de árboles y plantas, cantos de pajaritos o bichos nuevos. Y algunos
hongos, para alegría de Paula, que es muy fan. Cada vez que me volvía a
preguntar qué me gustó más de Quebec, hablábamos de lo maravilloso de tener
toda esa naturaleza tan cerca. Otra cosa que me gusta es que la marihuana es
legal para todo uso (bueno, en todo Canadá), y que venden unos caramelitos que,
combinados con el cansancio, el fueguito, las noches de camping y el contacto
con ese entorno natural, pueden despertar sensaciones y mundos muy curiosos.
Y como todo es una espiral o un círculo, a la
vuelta volvimos a pasar por Trois-Rivières, a disfrutar de la compañía
familiar, la cervecería y su delicioso brunch. Ahí sí, con la pancita demasiado
llena, volvimos a la ruta casi durmiéndonos de todo el cansancio acumulado,
pero llegando sanas y salvas de retorno a Sherbrooke. Un cansancio feliz y, en
mi caso, un cansancio de agradecimiento infinito.
Toda la alegría del final del viaje se está
tejiendo de maneras maravillosas e inesperadas. Como siempre. Los días que
siguieron son otra historia, que pronto escribiré para contarles.