domingo, 22 de enero de 2017

Casa

El martes 17 de enero me levanté en el departamentito de Madrid, me hice un mate, prendí la compu, intenté terminar de escribir sobre Marruecos. Cerca de 10.30 me venció la ansiedad, le di un besito a Ger durmiente y salí. Caminé hasta el metro, bajé, subí: ya había calculado minuciosamente el día anterior el recorrido a hacer, todas las combinaciones, primero la uno, después la seis, de ahí a Nuevos Ministerios y entonces la ocho directo hasta el final. Caminaba naturalmente, como si estuviese en mi ciudad, mirando a la gente que iba y venía a hacer cosas; yo también hoy voy a hacer cosas, tengo un horario, pensaba, pero es diferente, es una obligación en medio de este viaje y una hora que me hace feliz. Llevaba mi libro pero no pude leer demasiado. Igual el viaje se pasó volando, doce menos diez ya estaba otra vez en el mismo lugar de donde había salido la noche anterior. Miré las pantallas, vuelo atrasado. Los aeropuertos, que antes me parecían lugares extraordinarios que guardan miles de historias fascinantes y personajes exóticos para observar y escuchar, ahora me agobian, o me alteran, o, peor: a veces me dan exactamente igual. Sólo que en ese momento no quería esperar. Fue la hora y media más larga del mundo, parada mirando gente salir por las puertas automáticas, tratando de adivinar si era el vuelo que esperaba o no. Al lado mío otra gente se empezaba a impacientar, llegaban otrxs siempre otrxs pero nunca el nuestro. De pronto, un mensaje: “ya estoy en barajas, recién bajo del avión”. El corazón pasó de cien a mil latidos por minuto, “dale, hace una hora que estoy acá parada”, “estoy por hacer migraciones”, la duda, la espera, la otra gente, más espera, y de pronto ahí estaba, ahí estábamos viéndonos la cara después de diez meses, de pronto el aeropuerto no existía y la espera no importaba y ahí estábamos abrazándonos y llorando como dos boludxs.
Llegó mi hermano, este viaje no se puede poner más mejor, no me importa nada ya.



Qué decir después de esto, bueno, después de descansar y comer y reírnos y llegar, sacamos a pasear al Migue todavía mareado por Madrid, visitamos el bar Cien Montaditos que ya es nuestro clásico de toda España, tuvimos frío. Al día siguiente fuimos a Toledo, que está ahí nomás de Madrid, hicimos un free walking tour, otro de esos pueblitos llenos de historia, buscamos solcito porque el día estaba helado, vimos muchas espadas y una china vino a sacarse una foto con nosotrxs (?). Todo muy lindo, todo muy rico (excepto el mazapán, que no es para tanto, che).

con el oso de Madrid

Toledo, bonito



en la antigua sinagoga, Charlie medio de contrabando en una maqueta. Después se me quedó ahí porque apareció la que vigila la sala y me dio vergüenza sacarlo. Al final lo agarró ellá y se lo tuvimos que ir a pedir (Migue habló), pensaba que era de unos niños, ji ji

me hacen feliz


Al otro día costó dejar el departamento, era chiquito pero cómodo y se sentía muy como el hogar. Fuimos a la estación Atocha porque yo había visto en internet que ahí había lockers abiertos hasta 23.30 para dejar nuestras valijas, así podíamos pasear un poco más y a la noche buscarlas para ir (una vez más) al aeropuerto. Así que ahí las dejamos muy campantes y enseguida ya estábamos encantadxs con la estación y todas las plantas que tiene adentro, después cruzamos la calle y nos metimos al museo Reina Sofía por un buen rato, otra vez Picassos y Dalíes y Juan Gris, imposible para mí no pensar en The limits of Control y en Jarmusch. Después hicimos una breve excursión a Decathlon (porque es visita obligada para quien llega), y a otra sucursal de nuestro fiel Cien montaditos para la cena.

Atocha

en el Reina Sofia

¿Faltaba un conflicto, verdad?
Muy tranquis, llegamos once menos algo a la estación. Caminamos por el pasillo hasta donde teníamos que ir, ahí donde estaban las plantas y al fondo los lockers y ahí donde de pronto constatamos que no se podía pasar, ya estaba cerrado. ¡¿Qué?!, no nos caía la ficha, fuimos a preguntarle a unos guardias que estaban por salir y nos dijeron que los locker cerraban diez y veinte, que ya estaba, que si teníamos que sacarlo porque teníamos avión, quizás mostrando el pasaje en servicio al cliente algo podían hacer. Fuimos a servicio al cliente, un tipo con menos onda que un renglón, nos pregunta si tenemos pasaje, mostramos, habla por teléfono, nos dice que justo había un cambio de guardia y que esperemos quince minutos ahí. Nos sentamos más tranquilxs, pensando que en quince minutos alguien venía a abrirnos, pero oh sorpresa, no era que alguien iba a venir sino que el tipo iba a volver a llamar, esta vez para colgar y decirnos que no había nada que hacer porque no tenían autorización para abrir el lugar donde estaban los locker, que no y que no y que no, y que abrían recién cinco y veinte de la mañana. 5.55 teníamos que estar en Barajas subiendo al avión. Era imposible, todo negro. Nos empezó a hablar un gordo que estaba ahí y era el jefe, entre queriendo hacerse el buena onda y a la vez el superior que no podía hacer nada, después le ganó la mala onda y el querer irse a su casa, me di cuenta que mi enojo no llevaba a ninguna parte más que a llamar a que nos saquen los de seguridad. Nos quedamos ahí en el medio, como en el vacío, sin saber qué hacer. Teníamos todo en los locker, hasta las computadoras. Pensamos opciones: que se vayan dos igual, y se queda uno y después saca otro pasaje con las tres valijas. Horrible. Llamamos a la aerolínea: sólo pagando 50 euros podíamos cambiar el vuelo, para otro tres días más tarde. Horrible. Angustia total. Pasó así un rato, probablemente fueran a echarnos de la estación en algún momento, ni siquiera teníamos dónde dormir, la idea era pasar la noche en el aeropuerto. Había por ahí unos guardias dando vueltas, ahora parecía que se estaban tomando un cafecito parados, y qué pasa si, con probar no perdemos nada, quizás ellos, bueno a ver. Fuimos a ellos con un último rayito de esperanza, así a lo telenovelesco, con mi cara al borde del llanto les hablamos, yo desesperada aludiendo a las injusticias del servicio al cliente, no puede ser, tan fácil agarrar una llave y ayudarnos, nadie nos quiere ayudar, se quieren ir a su casa, no nos entienden. El guardia empatiza, dice que él no pincha ni corta en esa decisión pero a los dos minutos se le mueve la manito, empieza a buscar el celular y en ese gesto yo veo nuestra salvación: a ver, voy a intentar a hablar con alguien que quizás tiene más influencia. Así van apareciendo otros guardias, y entre preguntas, llamados telefónicos, mostrar el pasaje que Migue tenía impreso (gloria a su precaución), llorar y alabar la gentileza de esos superhéroes que nos estaban por salvar, uno de ellos cierra el celular, nos mira y dice “me deben un café”. Y otro de ellos nos dice vamos, vengan conmigo, yo les voy a abrir. Gloria, gloria, gloria al señor guardia Rafael que hizo los veinte pasos y dos movimientos de muñeca para abrir y cerrar una puerta necesarios para salvar el pellejo de nuestro viajecito.
Es que sin adrenalina es más aburrido.
Gracias San Rafael, por siempre te recordaremos.

La noche en el aeropuerto, la escala en Bruselas en donde repentinamente decidimos salir del aeropuerto y tomarnos un tren sólo para mostrarle un poco a Migue el centro y comer un waffle y volver corriendo, y finalmente llegar al destino más al Este y más al frío de lo que estuvimos en todo este viaje. Pero eso es otra historia que pronto, prontito voy a contar.

Charlie con un MONTÓN de playmobil en Barajas

Bruselas again

la foto que nos debíamos 


Lo importante es que llegó mi hermano, y ahora estoy con estos dos que me hacen reventar de felicidad, y aunque por un momento parecía que estaba todo negro con eso de las valijas, por dentro siempre estuvo todo bien, y siempre está todo bien, y no hubo momento en estos diez meses en que me haya sentido, más allá de toda ubicación espacial, más como en casa, en todo momento, en todo lugar.


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