El martes 17 de
enero me levanté en el departamentito de Madrid, me hice un mate,
prendí la compu, intenté terminar de escribir sobre Marruecos.
Cerca de 10.30 me venció la ansiedad, le di un besito a Ger
durmiente y salí. Caminé hasta el metro, bajé, subí: ya había
calculado minuciosamente el día anterior el recorrido a hacer, todas
las combinaciones, primero la uno, después la seis, de ahí a Nuevos
Ministerios y entonces la ocho directo hasta el final. Caminaba
naturalmente, como si estuviese en mi ciudad, mirando a la gente que
iba y venía a hacer cosas; yo también hoy voy a hacer cosas, tengo
un horario, pensaba, pero es diferente, es una obligación en medio
de este viaje y una hora que me hace feliz. Llevaba mi libro pero no
pude leer demasiado. Igual el viaje se pasó volando, doce menos diez
ya estaba otra vez en el mismo lugar de donde había salido la noche
anterior. Miré las pantallas, vuelo atrasado. Los aeropuertos, que
antes me parecían lugares extraordinarios que guardan miles de
historias fascinantes y personajes exóticos para observar y
escuchar, ahora me agobian, o me alteran, o, peor: a veces me dan
exactamente igual. Sólo que en ese momento no quería esperar. Fue
la hora y media más larga del mundo, parada mirando gente salir por
las puertas automáticas, tratando de adivinar si era el vuelo que
esperaba o no. Al lado mío otra gente se empezaba a impacientar,
llegaban otrxs siempre otrxs pero nunca el nuestro. De pronto, un
mensaje: “ya estoy en barajas, recién bajo del avión”. El
corazón pasó de cien a mil latidos por minuto, “dale, hace una
hora que estoy acá parada”, “estoy por hacer migraciones”, la
duda, la espera, la otra gente, más espera, y de pronto ahí estaba,
ahí estábamos viéndonos la cara después de diez meses, de pronto
el aeropuerto no existía y la espera no importaba y ahí estábamos
abrazándonos y llorando como dos boludxs.
Llegó mi hermano,
este viaje no se puede poner más mejor, no me importa nada ya.
Qué decir después
de esto, bueno, después de descansar y comer y reírnos y llegar,
sacamos a pasear al Migue todavía mareado por Madrid, visitamos el
bar Cien Montaditos que ya es nuestro clásico de toda España,
tuvimos frío. Al día siguiente fuimos a Toledo, que está ahí
nomás de Madrid, hicimos un free walking tour, otro de esos
pueblitos llenos de historia, buscamos solcito porque el día estaba
helado, vimos muchas espadas y una china vino a sacarse una foto con
nosotrxs (?). Todo muy lindo, todo muy rico (excepto el mazapán, que
no es para tanto, che).
con el oso de Madrid
Toledo, bonito
en la antigua sinagoga, Charlie medio de contrabando en una maqueta. Después se me quedó ahí porque apareció la que vigila la sala y me dio vergüenza sacarlo. Al final lo agarró ellá y se lo tuvimos que ir a pedir (Migue habló), pensaba que era de unos niños, ji ji
me hacen feliz
Al otro día costó
dejar el departamento, era chiquito pero cómodo y se sentía muy
como el hogar. Fuimos a la estación Atocha porque yo había visto en
internet que ahí había lockers abiertos hasta 23.30 para dejar
nuestras valijas, así podíamos pasear un poco más y a la noche
buscarlas para ir (una vez más) al aeropuerto. Así que ahí las
dejamos muy campantes y enseguida ya estábamos encantadxs con la
estación y todas las plantas que tiene adentro, después cruzamos la
calle y nos metimos al museo Reina Sofía por un buen rato, otra vez
Picassos y Dalíes y Juan Gris, imposible para mí no pensar en The
limits of Control y en Jarmusch. Después hicimos una breve excursión
a Decathlon (porque es visita obligada para quien llega), y a otra
sucursal de nuestro fiel Cien montaditos para la cena.
Atocha
en el Reina Sofia
¿Faltaba un
conflicto, verdad?
Muy tranquis,
llegamos once menos algo a la estación. Caminamos por el pasillo
hasta donde teníamos que ir, ahí donde estaban las plantas y al
fondo los lockers y ahí donde de pronto constatamos que no se podía
pasar, ya estaba cerrado. ¡¿Qué?!, no nos caía la ficha, fuimos a
preguntarle a unos guardias que estaban por salir y nos dijeron que
los locker cerraban diez y veinte, que ya estaba, que si teníamos
que sacarlo porque teníamos avión, quizás mostrando el pasaje en
servicio al cliente algo podían hacer. Fuimos a servicio al cliente,
un tipo con menos onda que un renglón, nos pregunta si tenemos
pasaje, mostramos, habla por teléfono, nos dice que justo había un
cambio de guardia y que esperemos quince minutos ahí. Nos sentamos
más tranquilxs, pensando que en quince minutos alguien venía a
abrirnos, pero oh sorpresa, no era que alguien iba a venir sino que
el tipo iba a volver a llamar, esta vez para colgar y decirnos que no
había nada que hacer porque no tenían autorización para abrir el
lugar donde estaban los locker, que no y que no y que no, y que
abrían recién cinco y veinte de la mañana. 5.55 teníamos que
estar en Barajas subiendo al avión. Era imposible, todo negro. Nos
empezó a hablar un gordo que estaba ahí y era el jefe, entre
queriendo hacerse el buena onda y a la vez el superior que no podía
hacer nada, después le ganó la mala onda y el querer irse a su
casa, me di cuenta que mi enojo no llevaba a ninguna parte más que a
llamar a que nos saquen los de seguridad. Nos quedamos ahí en el
medio, como en el vacío, sin saber qué hacer. Teníamos todo en los
locker, hasta las computadoras. Pensamos opciones: que se vayan dos
igual, y se queda uno y después saca otro pasaje con las tres
valijas. Horrible. Llamamos a la aerolínea: sólo pagando 50 euros
podíamos cambiar el vuelo, para otro tres días más tarde.
Horrible. Angustia total. Pasó así un rato, probablemente fueran a
echarnos de la estación en algún momento, ni siquiera teníamos
dónde dormir, la idea era pasar la noche en el aeropuerto. Había
por ahí unos guardias dando vueltas, ahora parecía que se estaban
tomando un cafecito parados, y qué pasa si, con probar no perdemos
nada, quizás ellos, bueno a ver. Fuimos a ellos con un último
rayito de esperanza, así a lo telenovelesco, con mi cara al borde
del llanto les hablamos, yo desesperada aludiendo a las injusticias
del servicio al cliente, no puede ser, tan fácil agarrar una llave y
ayudarnos, nadie nos quiere ayudar, se quieren ir a su casa, no nos
entienden. El guardia empatiza, dice que él no pincha ni corta en
esa decisión pero a los dos minutos se le mueve la manito, empieza a
buscar el celular y en ese gesto yo veo nuestra salvación: a ver,
voy a intentar a hablar con alguien que quizás tiene más
influencia. Así van apareciendo otros guardias, y entre preguntas,
llamados telefónicos, mostrar el pasaje que Migue tenía impreso
(gloria a su precaución), llorar y alabar la gentileza de esos
superhéroes que nos estaban por salvar, uno de ellos cierra el
celular, nos mira y dice “me deben un café”. Y otro de ellos nos
dice vamos, vengan conmigo, yo les voy a abrir. Gloria, gloria,
gloria al señor guardia Rafael que hizo los veinte pasos y dos
movimientos de muñeca para abrir y cerrar una puerta necesarios para
salvar el pellejo de nuestro viajecito.
Es que sin
adrenalina es más aburrido.
Gracias San Rafael,
por siempre te recordaremos.
La noche en el
aeropuerto, la escala en Bruselas en donde repentinamente decidimos
salir del aeropuerto y tomarnos un tren sólo para mostrarle un poco
a Migue el centro y comer un waffle y volver corriendo, y finalmente
llegar al destino más al Este y más al frío de lo que estuvimos en
todo este viaje. Pero eso es otra historia que pronto, prontito voy a
contar.
Charlie con un MONTÓN de playmobil en Barajas
Bruselas again
la foto que nos debíamos
Lo importante es que
llegó mi hermano, y ahora estoy con estos dos que me hacen reventar
de felicidad, y aunque por un momento parecía que estaba todo negro
con eso de las valijas, por dentro siempre estuvo todo bien, y
siempre está todo bien, y no hubo momento en estos diez meses en que
me haya sentido, más allá de toda ubicación espacial, más como en
casa, en todo momento, en todo lugar.
💛☺
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