domingo, 2 de julio de 2017

Todo bien, pero nadie me avisó que la vuelta nunca se termina

Primero fue el verde de los semáforos, que subió cuatro tonos hacia el amarillo fluorescente, y pasó de ser un agua frío a ser un loro brillante salvaje, casi criminal. Después fueron las patentes de los autos. Paralelamente aparecieron los cambios de peso en la familia, más tarde en lxs amigxs y en algún o alguna conocida en particular. Poco a poco fueron saltando nuevos hábitos y costumbres urbanas y familiares; le dieron lugar también a las palabras que acababan de inventarse un uso especial. Ni hablar de la política y la economía en todas sus fases, mucho menos de las muertes y los nacimientos.
En algún momento hubo que frenar, y respirar un poquito. Ya parecía demasiado, y sin embargo era fácil ir tomando nota mental sobre todos los cambios que estaban sucediendo o que habían sucedido, y que de pronto se nos presentaban como una evidencia impune sobre algo de la ausencia. Un año fuera del país no parece ser tanto, si se lo piensa como un ida al vuelta al mismo lugar, con los mismos paisajes, los mismos personajes y la misma noción del tiempo.
El problema iba a ser descubrir que todo eso sólo es posible en la imaginación o en el pensamiento. Porque primero fue el verde de los semáforos, pero la lista siguió creciendo hasta perseguirme como una sombra por toda la ciudad, por toda la casa, hasta en el baño y hasta en los sueños. Fue notar un leve cambio en el tono de las luces para desencadenar una tormenta que no se detuvo hasta revelarme la última verdad: era un engaño pensar que estábamos volviendo.
“Volver, no se vuelve nunca”, me digo a mí misma. Veo las máscaras de todas las personas que vi desde que llegamos, sus ojos, sus preguntas, sus gestos. Siento el aire de la ciudad y su olor que no es el mismo porque huele a nuevo pero a usado y a viejo. Me veo. Ahora entiendo por qué nada dejó de sentirse extraño desde que dejé el aeropuerto: es que jamás llegué al mismo lugar de donde me había ido, porque ese lugar ya estaba muerto.
Parecíamos tener la seguridad de poder regresar al punto inicial si todo salía mal. Parecía que ese lugar de refugio existía, con su gente y sus espacios, o al menos así nos dejábamos engañar por las voces al teléfono, las imágenes virtuales, la errónea intuición de que el mundo es uno sólo y que simplemente lo estábamos recorriendo. Subirnos al primer avión no hubiese sido tan fácil, de haber sabido que dejábamos atrás un universo lleno de muertxs. Pero nadie nos avisó, nos fuimos creyendo que dejábamos atrás cosas estables, y ahora estamos en un universo paralelo. La gente parece la misma, pero si me fijo bien empiezo a notar una diferencia en el tono de la voz, en la construcción de frases, en el uso específico de la ironía o en el matiz que refleja levemente el brillo de su pelo. No hay caso, nada es igual, es todo diferente. Cambiaron la manera de construir los edificios, cambiaron el tren y las esquinas de las veredas.
Son otras. Son otros.
Y ahora estoy rodeada, porque primero fue otro el verde de los semáforos, después otros los precios y las palabras, y ahora soy yo otra y mi historia está perdida o estancada en una escalera en un aeropuerto que dejó de existir cuando creímos que pronto íbamos a volver a tierra firme.

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