jueves, 14 de julio de 2016

Fábula del animal que no tiene nombre

Estamos acá, nos fuimos de casa, nos fuimos de viaje, decidimos desgajarnos y salir rodando para descubrir de qué manera casa puede ser el mundo.

Estamos acá, y aunque parezca obvio, es difícil darnos cuenta de que no estamos allá.
Sobre todo cuando las cosas se ponen duras y llueve y no tenemos ganas de ir a un trabajo que sólo estamos haciendo por un mes más, sólo para poder despegar de nuevo.
Y sobre todo que si queríamos y creíamos tener un cable a tierra allá de donde venimos, la ilusión se cae a pedazos de golpe en el instante en que nos dicen que todo se mueve. No nos dicen: se ve, se escuchan sus voces por teléfono. Mi familia, mis amigxs, les pasan cosas, les pasan mil cosas, se transforman allá donde no lxs puedo ver y el tiempo pasa y se nos dificulta la existencia si queremos estar al tanto de todo. Si queremos estar en todo.
Se me fractura todo el imaginario. Se me reacomodan los sesos y reconfiguran las dimensiones. ¿Tan lejos?

¿Cómo se hace cuando de pronto estamos todxs pegando el estirón, pero igual no llegamos a darnos las manos?
¿No se puede un abracito, uno y ya, mamá, papá, que después me vuelvo y sigo todo lo que estaba haciendo?

Nos fuimos tan lejos que perdimos de vista el horizonte.
Qué bobos: acá en el país de los camping-car, se nos vienen apagando los motores.

En marcha, en marcha. No se sabe a dónde vamos: ¿más lejos, quizás? Que cale profundo el aire y el desafío. Toc toc, bienvenidos. Hace tiempo vienen llegando los miedos cada vez menos elegantes y menos vestidos.
Parece que las visitas nunca se acaban, como los viajes y los destinos.





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