domingo, 5 de noviembre de 2023

El licuado del verano

 

Que sean las cinco de la tarde y el cielo ya esté oscuro es el primer indicio.

Que haya nevado hace unos días, el segundo.

Se terminó el verano, y con él la locura de todas las visitas que puede una recibir en el primer año de tener casa lejos de casa (no digo vivir lejos de casa, porque eso ya nos sucedió al comienzo de este periplo-blog cuando éramos jóvenes, tan jóvenes que a veces casi me olvido).

 

Es Halloween

Es extraño recibir a tu familia o tus amigues de siempre en tu nueva casa en otro país que estás todavía intentando que sea tu casa, y en el interín perdés la noción de cuál era tu idea de casa y quiénes pueden ser casa y cambian las coordenadas y cambia el modo de buscar reparo.

Por eso no había podido sentarme a escribir. Ni esto, ni mi tesis: nada. Ahora el frío, la nieve y la oscuridad son el refugio perfecto para encontrarme con lo que sea que pueda salir de mí mientras miro las fotos del verano y mientras leo, pienso, escribo e intento entrar en el pequeño pero famoso instante de estar sentipensando.

 

Quizás lo justo sea empezar aclarando que una de mis inversiones del verano fue una licuadora, y a decir verdad creo que me gustaría hacerle honor a la potencia de sus cuchillas para trocear el relato de estos meses y así poder demostrar lo nutritivo de tomarse todo mezclado.

 


En algún punto vino mamá en un acto inaugural de idas y venidas al aeropuerto a veces tan vacío y a veces tan lleno: ¿cuándo fue que con Ger nos perdimos y nos peleamos manejando, cuándo fue que fui en bus y cuándo parecía que era más rápido ir caminando? En algún punto pasé tres veces por Trois Rivières con distintas gentes, lo cual daría un total de nueve ríos sumado a todos los lagos, en los que casi nos metemos, en los que había barquitos, en los que jugaba un perro y en los que no nos pudimos meter porque todos los accesos eran privados: ¿cuántas veces estuve en Portneuf? ¿Cuántas cosas se llaman Portneuf? Estuve en el mismo lugar pero en distintos lugares con distintas gentes.

Un día con mamá visitamos un sendero de cimas de árboles.

Un día vinieron Nico y Didi a recordarnos esos días en Bélgica, y que la amistad tiene maneras misteriosas de sobrevivir en la distancia y el tiempo.

Una noche en la oscuridad tuve miedo de los osos y mi hermano me cantó El oso con el ruido de una cascada de fondo.

Una noche comimos galletitas cannábicas con mis suegros. De esa noche recuerdo ser adolescente otra vez y “Internet es como un tenedor”.

Una noche hicimos fuego de colores y sentipensé que quiero mucho a Valen y a Pedro. No sé si se los dije porque también hubo cannabis de por medio.

Nuestra bañera fue habitada por pelos de todos los tamaños y todos los colores.

Mis amigues me regalaron una maquinita para hacer helado.

Nos encontramos en la calle una vaporera (aún sin usar, puede que termine en la calle de nuevo).

En el medio un torbellino de trabajo de diversa índole, de armado de presentaciones a becas, de seguir entendiendo el vivir en este país, en esta ciudad, de conocerla y reconocerla mientras se la mostramos a la gente que queremos, gente que quiso venir a visitarnos y tuvo la suerte de poder estar acá: y también reconocer en cada paso la suerte que tenemos. Y también las crisis. Y los debates presidenciales. Y no saber si reír o llorar.

Y el calor, el calor insoportable y la lluvia y la humedad.

Y Jules.

Y les gates nueves y viejes.

Y las gentes nuevas y viejas (como yo). Y las videollamadas. Y la tasa de cambio.

Manejar un Tesla y semanas después manejar un autito hecho mierda y prestado. Descubrir en dónde se consigue dulce de membrillo y hacer la mejor pastafrola del mundo (del mundo que queda en Montréal).






















un año en Montréal




























 

Dejar que los colores del otoño me resquebrajen algo chiquito por dentro. Sin saber todavía bien qué es lo que es. Solo que todavía necesito tiempo. Tiempo frío y oscuro para acurrucarme de nuevo.

En el medio, muchos rompecabezas (podría haber usado esa imagen para escribir esto, ¿por qué me metí a licuar?) y descubrir que mis ojos están volviendo a dejar de funcionar. En menos de una hora, me examinaron, me diagnosticaron, me hicieron elegir anteojos y me los armaron para que me los llevara puestos. El shock fue más o menos como todo lo que viene siendo estar acá: ver y no ver, reconocer y recibir tan rápidamente que al organismo le cuesta un poco procesar.

Lo bueno es que ya tengo la herramienta.

¡Ah! Y que tengo treinta.

Y que pronto nos toca a nosotres ser las visitas. Y volver con los anteojos puestos para poder ver mejor lo que será y lo que no será.

 


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