Que sean las cinco de la tarde y el cielo ya esté oscuro es
el primer indicio.
Que haya nevado hace unos días, el segundo.
Se terminó el verano, y con él la locura de todas las
visitas que puede una recibir en el primer año de tener casa lejos de
casa (no digo vivir lejos de casa, porque eso ya nos sucedió al comienzo de este periplo-blog cuando éramos jóvenes, tan jóvenes que a veces casi me
olvido).
Es extraño recibir a tu familia o tus amigues de siempre en
tu nueva casa en otro país que estás todavía intentando que sea tu casa, y en
el interín perdés la noción de cuál era tu idea de casa y quiénes pueden ser
casa y cambian las coordenadas y cambia el modo de buscar reparo.
Por eso no había podido sentarme a escribir. Ni esto, ni mi
tesis: nada. Ahora el frío, la nieve y la oscuridad son el refugio perfecto
para encontrarme con lo que sea que pueda salir de mí mientras miro las fotos
del verano y mientras leo, pienso, escribo e intento entrar en el pequeño pero
famoso instante de estar sentipensando.
Quizás lo justo sea empezar aclarando que una de mis
inversiones del verano fue una licuadora, y a decir verdad creo que me gustaría
hacerle honor a la potencia de sus cuchillas para trocear el relato de estos
meses y así poder demostrar lo nutritivo de tomarse todo mezclado.
En algún punto vino mamá en un acto inaugural de idas y
venidas al aeropuerto a veces tan vacío y a veces tan lleno: ¿cuándo fue que
con Ger nos perdimos y nos peleamos manejando, cuándo fue que fui en bus y
cuándo parecía que era más rápido ir caminando? En algún punto pasé tres veces
por Trois Rivières con distintas gentes, lo cual daría un total de nueve ríos sumado
a todos los lagos, en los que casi nos metemos, en los que había barquitos, en
los que jugaba un perro y en los que no nos pudimos meter porque todos los
accesos eran privados: ¿cuántas veces estuve en Portneuf? ¿Cuántas cosas se
llaman Portneuf? Estuve en el mismo lugar pero en distintos lugares con
distintas gentes.
Un día con mamá visitamos un sendero de cimas de árboles.
Un día vinieron Nico y Didi a recordarnos esos días en Bélgica, y que la amistad tiene maneras misteriosas de sobrevivir en la
distancia y el tiempo.
Una noche en la oscuridad tuve miedo de los osos y mi
hermano me cantó El oso con el ruido de una cascada de fondo.
Una noche comimos galletitas cannábicas con mis suegros. De
esa noche recuerdo ser adolescente otra vez y “Internet es como un tenedor”.
Una noche hicimos fuego de colores y sentipensé que
quiero mucho a Valen y a Pedro. No sé si se los dije porque también hubo
cannabis de por medio.
Nuestra bañera fue habitada por pelos de todos los tamaños y
todos los colores.
Mis amigues me regalaron una maquinita para hacer helado.
Nos encontramos en la calle una vaporera (aún sin usar,
puede que termine en la calle de nuevo).
En el medio un torbellino de trabajo de diversa índole, de
armado de presentaciones a becas, de seguir entendiendo el vivir en este país,
en esta ciudad, de conocerla y reconocerla mientras se la mostramos a la gente que
queremos, gente que quiso venir a visitarnos y tuvo la suerte de poder estar
acá: y también reconocer en cada paso la suerte que tenemos. Y también las
crisis. Y los debates presidenciales. Y no saber si reír o llorar.
Y el calor, el calor insoportable y la lluvia y la humedad.
Y Jules.
Y les gates nueves y viejes.
Y las gentes nuevas y viejas (como yo). Y las videollamadas.
Y la tasa de cambio.
Manejar un Tesla y semanas después manejar un autito hecho mierda y prestado. Descubrir en dónde se consigue dulce de membrillo y hacer la mejor pastafrola del mundo (del mundo que queda en Montréal).
Dejar que los colores del otoño me resquebrajen algo
chiquito por dentro. Sin saber todavía bien qué es lo que es. Solo que todavía
necesito tiempo. Tiempo frío y oscuro para acurrucarme de nuevo.
En el medio, muchos rompecabezas (podría haber usado esa
imagen para escribir esto, ¿por qué me metí a licuar?) y descubrir que mis ojos
están volviendo a dejar de funcionar. En menos de una hora, me examinaron, me
diagnosticaron, me hicieron elegir anteojos y me los armaron para que me los
llevara puestos. El shock fue más o menos como todo lo que viene siendo estar
acá: ver y no ver, reconocer y recibir tan rápidamente que al organismo le
cuesta un poco procesar.
Lo bueno es que ya tengo la herramienta.
¡Ah! Y que tengo treinta.
Y que pronto nos toca a nosotres ser las visitas. Y volver con
los anteojos puestos para poder ver mejor lo que será y lo que no será.
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