El jueves pasado fui a una librería a buscar postales con poesía de regalo que tenían que estar ahí por la Journée du poème à porter. Estaban en el minúsculo sector que esa gran librería, bastante comercial, le dedica a los libros de poemas. El primero que agarré tenía un poema de Lorrie Jean-Lois, uno de esos que parece que te están hablando desde el fondo de una caverna adentro de tu propia montaña interior. Un verso dice “mes bourses vides”: mis bolsillos vacíos, pero pienso: bourse también es beca, esa beca que no cobro y me deja los bolsillos vacíos por los incomprensibles andares de la burocracia. Leo también: “je suis en pélerinage”. Me pregunto: “¿peregrinaje? ¿peregrinación?”. Otro verso, al final, dice “une cathédrale d’espoir”. Una catedral de esperanza.
Solo pensar
en todas las peripecias que la burocracia canadiense me hizo pasar por no haber
recibido el papel que debería haber recibido el día en que llegué al
aeropuerto, se me van las ganas de contar. Ya me quitó demasiada energía. Por
eso solo voy a narrar la aventura final que, cual road movie hollywoodense,
contiene todos los elementos esenciales a una historia: un viaje en la ruta,
una falta inicial que culmina en logro y celebración, un personaje esencial
para el éxito de la operación, un conflicto que genera la tensión de no saber
si las cosas van a resultar como el personaje quisiera, la sorpresa-alivio de
un personaje secundario que resulta ser más simpático de lo que los
personajes-espectadores se esperaban, y la policía, por supuesto, siempre la
policía.
La cuestión
es que las opciones se fueron reduciendo hasta el punto de intentar lo que el
mismo gobierno canadiense me decía que no hiciera: ir a la frontera, en una
oficina de la aduana en la que pueden imprimir ese papel que me falta. Intentar
que me lo dieran ahí. El famoso permiso de trabajo.
El puesto
aduanero de la frontera más cercano es en Stanstead, más o menos a 45km de Sherbrooke.
Estamos muy cerca, pero sin auto no tenía manera de llegar (y sin permiso de
conducir, mi gran deuda pendiente que nunca me jugó tan en contra como en esta
oportunidad). Primer conflicto planteado. La solución llegó de la mano de
Paula, que ya venía siendo mi salvadora general pero en esta ocasión se ganó el
premio mayor (vamos a decir el Óscar, total), y aceptó llevarme a Stanstead el
viernes a la tarde. La información que yo tenía era: en verdad no hay que
hacerlo, pero la gente lo hace, y si estás ahí es probable que te lo impriman,
aunque todo depende de quién te atienda. Por otro lado, sabía que era mejor
intentar que me lo hicieran sin tener que cruzar la frontera, porque cruzar una
frontera siempre suena complejo pero aún más en tiempos de pandemia, en los que
para entrar a un país tenés que hacer 14 días de cuarentena.
Así que
fuimos. Llenas de incertidumbres. Por la ruta, bajo la lluvia (para que todo
sea más dramático) se veían los campos verdes de los Cantons de l’Est. Llegamos
a Stanstead. Paula tenía miedo porque ya había tenido malas experiencias y
sabía que llegado un punto, no podía girar en U con el auto, entonces me dejó
un poco antes de lo que parecía un puesto de frontera, y me bajé caminando a
correteaditas para no mojarme mucho. Entré a una especie de oficina, y apenas
dije “permiso de trabajo” me dijeron “no es acá”. Vuelco en el corazón. Medio
segundo. “Es por la ruta 55, a 1 km a la derecha, las preguntas de inmigración
se hacen allá”. Bueno. Volví al auto, seguían las dudas sobre cómo hacer todo
de la manera menos arriesgada. Fuimos. Paula paró el auto más o menos a dos
cuadras de donde tenía que ir, imposible explicar la geografía del lugar
(siento que estoy contando un sueño) y no se me ocurrió sacar una foto. Bajé
con el paraguas, esta frontera parecía más real, las barreras, el edificio más grande,
al costado un Duty Free. No pasaba nadie. Mi catedral de esperanza.
Llegué al
edificio, entré, me puse alcohol en las manos. Era un solo mostrador largo y
detrás, entre 6 y 10 personas trabajando frente a computadoras o dando vueltas
muy panchas. Se levanta uno,
me mira. Le empiezo a explicar. “Mon permis de travail…” Me mira. “Tu peux parler plus fort ?”
(¿Podés hablar más fuerte?). Ok. Mi vocecita debía ser la de un bebé escondido
tras dos barbijos, pero el tipo de la aduana me estaba tratando de “tu”, y si
bien eso es mucho más común en Quebec, para mí era una buena señal. Le
expliqué, le mostré mis papeles, intercambió miradas y comentarios con sus
colegas, y entre un par me explicaron que tenía que cruzar la frontera y volver
a entrar para que me pudieran imprimir el papel. Problema. “¿Estás a pie?”, me
preguntan. Si la cruzaba caminando, al volver tenía que hacer la cuarentena. Si
la cruzaba en auto y en Estados Unidos no
bajaba del auto no tenía que hacerla. En general no te piden bajar, me
dijeron, son dos minutos. Pero no te lo podemos asegurar. Yo sin poder manejar,
necesitaba de Paula. Era una apuesta. La llamé. Volví al auto. Ella llamó a la
aduana en Estados Unidos, al puesto de Stanstead, a su novio, buscando
confirmaciones y consejos. Nadie podía asegurar nada. Las palabras “policía” y “Estados
Unidos” en una misma frase me llevaban prácticamente a cada película yanqui que
consumí en mi vida. Yo ya estaba lista para cruzar caminando y encerrarme 14
días con tal de tener mi permiso de trabajo (total dicen que va a llover un
montón, pensaba…).
Y al final,
lo hicimos. Paula se la jugó, pasamos en el auto. Llegamos a Estados Unidos,
que estaba ahí nomás. Nos atendieron dos policías muy tranquilos que miraron
nuestros pasaportes, les explicamos que no queríamos ni entrar. “¡Ah!
¡Argentina!”, pronunció uno con la “g” inglesa. “Argentina”, le corrigió el
otro, pronunciando la g como la gente, como buen latino. Nos tuvieron ahí dos
minutos, y después el agente como la gente nos pidió que lo siguiéramos en el
auto hasta dar la vuelta en u, nos dio los pasaportes y nos despidió con un “Thank
you, que tengan buen día”. Volvimos a Canadá, desde el auto volvimos a explicar
la cosa, le indicaron a Paula estacionar y a mí que me bajara del auto y fuera
al edificio con mis papeles. Terminé entrando exactamente por el mismo lugar
por donde había entrado la primera vez para decir “Hola, ahora sí, ya hice la
vueltita”. Y ahí el agente tuteador me tomó los papeles, me pidió que me
siente, y muy tranquilo se puso a hacer mi bendito permiso de trabajo. Solo me
preguntó si era una pasantía y hasta qué fecha lo necesitaba. Un ratito
después, lo tenía en la mano, y volvía sin poder creerlo al auto de Paula.
Saltando. ¿Dos meses y medio esperando y sufriendo para esto? Sí. Así fue. Para
esto.
Volvimos
felices bajo la lluvia, para coronar la aventura Paula se desvió un poquito de
los caminos para mostrarme algunos pueblitos y lugares lindos de por acá.
Paramos frente a un lago a comer en el auto unos snacks que había llevado, me
hizo acordar a esos días de lluvia en el viaje con Germán, en los que disfrutábamos
simplemente de mirar el paisaje atrás del vidrio.
Cuánta paz.
Si las
cosas hubiesen sido normales, si hubiese tenido mi permiso de trabajo el primer
día, como tenía que ser, hubiese sido solamente un papel más de los de mi
carpetita verde. Sin embargo, el tiempo y las dificultades hicieron que se
convierta en un objeto casi mítico, en un tesoro que ahora quiero guardar bajo
llave, en un gran motivo de celebración.
Así las
cosas, la vida con sus vueltas extrañas, este gran peregrinaje.
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