martes, 4 de mayo de 2021

La peregrinación

 El jueves pasado fui a una librería a buscar postales con poesía de regalo que tenían que estar ahí por la Journée du poème à porter. Estaban en el minúsculo sector que esa gran librería, bastante comercial, le dedica a los libros de poemas. El primero que agarré tenía un poema de Lorrie Jean-Lois, uno de esos que parece que te están hablando desde el fondo de una caverna adentro de tu propia montaña interior. Un verso dice “mes bourses vides”: mis bolsillos vacíos, pero pienso: bourse también es beca, esa beca que no cobro y me deja los bolsillos vacíos por los incomprensibles andares de la burocracia. Leo también: “je suis en pélerinage”. Me pregunto: “¿peregrinaje? ¿peregrinación?”. Otro verso, al final, dice “une cathédrale d’espoir”. Una catedral de esperanza.


Y ese poema llegó así, en medio de la construcción de una catedral de esperanza. Puede ser que en español suene más cursi, pero ya no me importa.

Solo pensar en todas las peripecias que la burocracia canadiense me hizo pasar por no haber recibido el papel que debería haber recibido el día en que llegué al aeropuerto, se me van las ganas de contar. Ya me quitó demasiada energía. Por eso solo voy a narrar la aventura final que, cual road movie hollywoodense, contiene todos los elementos esenciales a una historia: un viaje en la ruta, una falta inicial que culmina en logro y celebración, un personaje esencial para el éxito de la operación, un conflicto que genera la tensión de no saber si las cosas van a resultar como el personaje quisiera, la sorpresa-alivio de un personaje secundario que resulta ser más simpático de lo que los personajes-espectadores se esperaban, y la policía, por supuesto, siempre la policía.

 

La cuestión es que las opciones se fueron reduciendo hasta el punto de intentar lo que el mismo gobierno canadiense me decía que no hiciera: ir a la frontera, en una oficina de la aduana en la que pueden imprimir ese papel que me falta. Intentar que me lo dieran ahí. El famoso permiso de trabajo.

El puesto aduanero de la frontera más cercano es en Stanstead, más o menos a 45km de Sherbrooke. Estamos muy cerca, pero sin auto no tenía manera de llegar (y sin permiso de conducir, mi gran deuda pendiente que nunca me jugó tan en contra como en esta oportunidad). Primer conflicto planteado. La solución llegó de la mano de Paula, que ya venía siendo mi salvadora general pero en esta ocasión se ganó el premio mayor (vamos a decir el Óscar, total), y aceptó llevarme a Stanstead el viernes a la tarde. La información que yo tenía era: en verdad no hay que hacerlo, pero la gente lo hace, y si estás ahí es probable que te lo impriman, aunque todo depende de quién te atienda. Por otro lado, sabía que era mejor intentar que me lo hicieran sin tener que cruzar la frontera, porque cruzar una frontera siempre suena complejo pero aún más en tiempos de pandemia, en los que para entrar a un país tenés que hacer 14 días de cuarentena.

Así que fuimos. Llenas de incertidumbres. Por la ruta, bajo la lluvia (para que todo sea más dramático) se veían los campos verdes de los Cantons de l’Est. Llegamos a Stanstead. Paula tenía miedo porque ya había tenido malas experiencias y sabía que llegado un punto, no podía girar en U con el auto, entonces me dejó un poco antes de lo que parecía un puesto de frontera, y me bajé caminando a correteaditas para no mojarme mucho. Entré a una especie de oficina, y apenas dije “permiso de trabajo” me dijeron “no es acá”. Vuelco en el corazón. Medio segundo. “Es por la ruta 55, a 1 km a la derecha, las preguntas de inmigración se hacen allá”. Bueno. Volví al auto, seguían las dudas sobre cómo hacer todo de la manera menos arriesgada. Fuimos. Paula paró el auto más o menos a dos cuadras de donde tenía que ir, imposible explicar la geografía del lugar (siento que estoy contando un sueño) y no se me ocurrió sacar una foto. Bajé con el paraguas, esta frontera parecía más real, las barreras, el edificio más grande, al costado un Duty Free. No pasaba nadie. Mi catedral de esperanza.

Llegué al edificio, entré, me puse alcohol en las manos. Era un solo mostrador largo y detrás, entre 6 y 10 personas trabajando frente a computadoras o dando vueltas muy panchas. Se levanta uno, me mira. Le empiezo a explicar. “Mon permis de travail…” Me mira. “Tu peux parler plus fort ?” (¿Podés hablar más fuerte?). Ok. Mi vocecita debía ser la de un bebé escondido tras dos barbijos, pero el tipo de la aduana me estaba tratando de “tu”, y si bien eso es mucho más común en Quebec, para mí era una buena señal. Le expliqué, le mostré mis papeles, intercambió miradas y comentarios con sus colegas, y entre un par me explicaron que tenía que cruzar la frontera y volver a entrar para que me pudieran imprimir el papel. Problema. “¿Estás a pie?”, me preguntan. Si la cruzaba caminando, al volver tenía que hacer la cuarentena. Si la cruzaba en auto y en Estados Unidos no bajaba del auto no tenía que hacerla. En general no te piden bajar, me dijeron, son dos minutos. Pero no te lo podemos asegurar. Yo sin poder manejar, necesitaba de Paula. Era una apuesta. La llamé. Volví al auto. Ella llamó a la aduana en Estados Unidos, al puesto de Stanstead, a su novio, buscando confirmaciones y consejos. Nadie podía asegurar nada. Las palabras “policía” y “Estados Unidos” en una misma frase me llevaban prácticamente a cada película yanqui que consumí en mi vida. Yo ya estaba lista para cruzar caminando y encerrarme 14 días con tal de tener mi permiso de trabajo (total dicen que va a llover un montón, pensaba…).

Y al final, lo hicimos. Paula se la jugó, pasamos en el auto. Llegamos a Estados Unidos, que estaba ahí nomás. Nos atendieron dos policías muy tranquilos que miraron nuestros pasaportes, les explicamos que no queríamos ni entrar. “¡Ah! ¡Argentina!”, pronunció uno con la “g” inglesa. “Argentina”, le corrigió el otro, pronunciando la g como la gente, como buen latino. Nos tuvieron ahí dos minutos, y después el agente como la gente nos pidió que lo siguiéramos en el auto hasta dar la vuelta en u, nos dio los pasaportes y nos despidió con un “Thank you, que tengan buen día”. Volvimos a Canadá, desde el auto volvimos a explicar la cosa, le indicaron a Paula estacionar y a mí que me bajara del auto y fuera al edificio con mis papeles. Terminé entrando exactamente por el mismo lugar por donde había entrado la primera vez para decir “Hola, ahora sí, ya hice la vueltita”. Y ahí el agente tuteador me tomó los papeles, me pidió que me siente, y muy tranquilo se puso a hacer mi bendito permiso de trabajo. Solo me preguntó si era una pasantía y hasta qué fecha lo necesitaba. Un ratito después, lo tenía en la mano, y volvía sin poder creerlo al auto de Paula. Saltando. ¿Dos meses y medio esperando y sufriendo para esto? Sí. Así fue. Para esto.

Volvimos felices bajo la lluvia, para coronar la aventura Paula se desvió un poquito de los caminos para mostrarme algunos pueblitos y lugares lindos de por acá. Paramos frente a un lago a comer en el auto unos snacks que había llevado, me hizo acordar a esos días de lluvia en el viaje con Germán, en los que disfrutábamos simplemente de mirar el paisaje atrás del vidrio.

Cuánta paz.

Si las cosas hubiesen sido normales, si hubiese tenido mi permiso de trabajo el primer día, como tenía que ser, hubiese sido solamente un papel más de los de mi carpetita verde. Sin embargo, el tiempo y las dificultades hicieron que se convierta en un objeto casi mítico, en un tesoro que ahora quiero guardar bajo llave, en un gran motivo de celebración.

Así las cosas, la vida con sus vueltas extrañas, este gran peregrinaje.


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