Hace poco escuché una conversación entre Ed O’Brian y Jim Jarmusch en la que el primero le elogiaba al segundo la importancia de las transiciones en sus películas: cómo llegan los personajes de un lugar a otro, sus desplazamientos; básicamente, el lugar que tiene el camino, el ir, pero no tanto el llegar, en sus historias.
Estoy
escribiendo en la transición de las transiciones, una escala de 11 horas en San
Pablo que inicialmente debía ser de 5 o 6 pero así son los cambios de vuelos,
de pronto te hacen instalarte en un Starbucks a robar wifi pedorro y tomar suco
de laranja integral para sobrevivir al tiempo, recordar la nada transportadora
de los días enteros en aeropuertos y que siempre fuiste mala con el portugués,
más con barbijos de por medio. Pero tenemos a Ella Fiztgerald de fondo, alguien
le hizo ese regalo a este rinconcito en el refugio de quienes, por algún
motivo, estamos viajando en una época en la que viajar parece prácticamente
imposible.
¿A dónde
irá la gente que está viniendo a pedir capuchinos y juguitos? ¿Qué les pasó? Si
los aeropuertos siempre fueron fértiles para la imaginación en mi cabeza, ahora
las apuestas se redoblan y de algún lugar en mi cuero cabelludo florecen
hipótesis sobre las vidas de las gentes cada vez más extravagantes. Me gustaría
escribirlas y venderlas en una máquina expendedora como los ramos de flores que
vi hoy.
Del vuelo
que venía de Buenos Aires, somos 3 que vamos a tomar el mismo avión a Canadá.
Hasta ahí llegó mi investigación. Cuando nos dimos cuenta de eso esperando en
la cinta nuestras valijas que nunca llegaron (queremos creer que van directo a
Canadá, pero quién lo puede asegurar en este momento), y después nos perdimos
para encontrar la salida del free shop (creo que hicieron mal en seguirme a
mí), tuve la ilusión de que se iba a armar un mini team para pasar las horas de
desolación aeroportil juntes, pero nos dispersamos y ahora vamos como fantasmas
vagando entre el primer y segundo piso de este lugar, sin cruzarnos, pero
extrañamente yo siempre los termino viendo de lejos (¿tendré mal olor? Al menos
puede que no tengan covid y estén oliendo).
No sé si es
más divertido esto que seguir el hilo cronológico de los sucesos y contar cómo
terminé llegando finalmente hasta aquí, los hisopados negativos las despedidas
los miedos atravesados. Los aún pendientes. Pero es que ahora estoy acá, y este
momento no puede ser más presente. Lo vivo y lo narro fresquito como espero que
sea este jugo de naranja que me estoy tomando, sabe rico y emocionante y no sé
si al apoyar mis labios en el vaso de plástico que lavé con mis dedos embebidos
en alcohol en gel para hacerme la ecologista que no acepta sorbetes sin pensar
aún en modo pandémico, el gerundio ayuda, vamos haciendo lo que podemos.
Me esperan
cosas que no tengo ni la menor de idea de cómo serán. Dos vuelos más con
migraciones en el medio, y después tantos planes, pero todo blanco, porque
además de la nieve que seguro está cayendo en este momento, siento que todo
puede pasar.
Ayer,
buscando unas fotos, encontré un cuaderno mío del 2015, de la época en que
estábamos por irnos a nuestro gran viaje con Ger. Lo abrí en una página en la
que había un dibujo copiado de una foto mía con Toño que nos sacó una alumna de
esas épocas, y un texto que se ve que escribió Anita cuando she has come
unstock in time como Billy Pilgrim, mandándome mensajes desde el pasado,
hablándome del “sentimiento de que todo lo que está por pasar es nuevo, el
vértigo, la inseguridad. Empezar (o seguir) el juego de arriesgarme, no importa
si la decisión después está mal. Porque en realidad, todo va a estar bien, siempre”.
Hoy me
levanté a las 4 de la mañana.
Leo a Amy
Fusselman: “Quiero dormir un sueño que sea como la nieve”.
Quiero que
mi preocupación sea una sola. Cierro los ojos y se me aparece la imagen que me
hice de la cara de Pepu cuando me escribió que, cuando supieron que se iban a
ir por un año a vivir a Canadá, lo miró a Pablo a los ojos, y seriamente, le
dijo: “en Canadá no hay bidet”.
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