Cada vez
que pienso en escribir sobre la cuarentena me llega de la nada un vacío, un
vacío de nada. Algo como un sueño que todavía está en el aire, algo como la
nieve que se acumula ahí atrás de mi ventana y no puedo salir a tocar. Una
sensación mística sobre estar acá encerrada que despliega en mí la pregunta:
¿qué decir?
Decir algo sobre esa nada que se respira. Las transiciones. Jarmusch.
Y después, en el momento más inesperado, como cada vez, empieza a sonar la heladera.
La heladera
es mi compañera en esta habitación de cuarentena. Apenas llegué y abrí la
puerta noté algo extraño. A la vista todo parecía normal, pero había un sonido
que estaba sonando más fuerte de lo habitual. Ella. Dándome la bienvenida:
hola, estoy acá, voy a sonar para vos durante dos semanas, y para que no te
olvides de mí, voy a hacer silencio de a ratitos, un silencio extraño y
profundo que te haga sentir que estás en otro lado, solo para volver a
arrancarte del sueño con mi motor enfurecido en un ciclo sin final.
La heladera
es confusa. Nunca entiendo cuánto tarda en callarse y cuánto tarda en volver a
sonar. La gente la escucha en las videollamadas. Definitivamente suena más
fuerte de lo normal. Antes de ayer me desperté en medio de la noche porque se
había callado y pensé que se había cortado la luz. ¿Se corta la luz también en
Canadá?
Hoy es el
día 9 de mi cuarentena, lo sé porque cada día tengo que mandar mi reporte por
una aplicación del gobierno y me agradecen gentilmente eso que hago para que no
me vengan a multar. Aunque la policía vino igual, a decirme buenos días disculpe
cómo está y con-tro-lar.
Poco a poco
se llena el vacío con historias: ¿cómo llegué hasta acá?
Pasaron las 11 horas de escala en San Pablo. Pasaron las ¿nueve? horas de vuelo en un avión
repleto hablando con una brasilera a un lado y un brasilero al otro. Pasaron
las más de 24 horas seguidas con barbijo puesto. Y al llegar a Toronto con la
luz de la noche, 6 de la mañana sin entender qué hora es, de pronto nos bajamos
del avión y estamos en una sala cerrada del aeropuerto, la brasilera me dice
que es porque nos van a testear (¿?), nos gritan que si tenemos escala hagamos
una fila, y una parte de mi cerebro se activa más rápido que nunca para llegar
al segundo lugar, “tengo solo dos horas, voy a perder el avión a Montréal”. La
posibilidad continua del desastre en mi cabeza. Viajar con covid. Cuando
finalmente nos sueltan, somos solo un primer grupo de 15 caminando por pasillos
vacíos de un aeropuerto, un silencio extraño y una prisa implícitamente
justificada nos hacen llegar a un grupo de mujeres que nos gritan que
escaneemos un código QR para anotarnos para el test, yo no entiendo nada, el QR
no me anda, nadie entiende nada, no me importa, sigo mi camino. Llego a la
típica sala de migraciones. Me llaman.
Cuando
estaba en San Pablo, después de hacer el check-in, me di cuenta de que no había
impreso uno de los documentos de mi beca que me podían llegar a pedir y,
después de hacer averiguaciones, tuve que salir corriendo y andar un par de
calles de aeropuerto para llegar toda transpirada a una salita en donde pude
imprimir esa hoja. Y ahí estaba en Toronto con mi carpeta para presentarle a la
clásica caracúlica mujer de frontera, que me decía no, esto no me sirve, es
otro papel, a ver, traé para acá (sí, traduzco del inglés al rioplatense
también). Ella misma se buscó en mi carpeta lo que necesitaba, era otra hoja
que le había hecho imprimir a Germán hacía semanas. Pasó un rato con la
caracúlica y luego me tocó la agente de nosequédepartamento de Salud, encargada
de ver mi PCR mi plan de cuarentena y demás, que me hizo hasta deletrear mi
mail para ver si mi cabeza funcionaba porque aparentemente el nuevo covid te debe
hacer no poder deletrear. Pensó que mis documentos estaban en portugués
(señora, usted me está derribando el mito del bilingüismo oficial de este país)
y los tradujo con google translate. Y no me quiso dejar ir porque no tenía
teléfono de Canadá. Tuve que llamar a mi contacto de la universidad a las 7 de
la mañana, y no paré de transpirar.
Pero al
final, todo pasó. Pasó todo.
Y llegué a
mi vuelo. Y llegué a Montréal.
La que no
llegaba era mi valija, me quedé última esperando y tuve que ir a reclamar ya
entregada a que los malos momentos siempre van a pasar. Va a sanar, va a sanar
y va a volver a quebrarse. Respirá. Después de un rato alguien encontró a mi
equipaje por ahí perdido y me lo mandaron, un poco roto pero con mis cosas al
fin. Y no respiré tranquila porque tenía una reserva de transporte que me
estaba esperando, por suerte el señor Aéronavette estaba muy relajado y fue a
buscar su combi para llevarnos a destino a mí y a un señor más.
Qué hambre
que tenía. Pero en esos momentos todo se suspende y el cuerpo se adapta para
que no nos demos cuenta. Después te cobra factura.
Pero al
final, todo pasa. Pasa todo.
Y aquí
estoy, en la residencia. 9 días de cuarentena, quedan 6 más y mientras voy
preparando las siguientes aventuras. Respiro con mi Chi Kung de cada día. Este
viaje ya es tan viejo que no puedo recordar cuándo empezó, sólo sé que voy
andando por alguna parte.
Se había
callado la heladera. Ahí volvió a sonar.
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