viernes, 12 de febrero de 2021

Crónicas de la heladera


 

Cada vez que pienso en escribir sobre la cuarentena me llega de la nada un vacío, un vacío de nada. Algo como un sueño que todavía está en el aire, algo como la nieve que se acumula ahí atrás de mi ventana y no puedo salir a tocar. Una sensación mística sobre estar acá encerrada que despliega en mí la pregunta: ¿qué decir?

Decir algo sobre esa nada que se respira. Las transiciones. Jarmusch.

Y después, en el momento más inesperado, como cada vez, empieza a sonar la heladera.

La heladera es mi compañera en esta habitación de cuarentena. Apenas llegué y abrí la puerta noté algo extraño. A la vista todo parecía normal, pero había un sonido que estaba sonando más fuerte de lo habitual. Ella. Dándome la bienvenida: hola, estoy acá, voy a sonar para vos durante dos semanas, y para que no te olvides de mí, voy a hacer silencio de a ratitos, un silencio extraño y profundo que te haga sentir que estás en otro lado, solo para volver a arrancarte del sueño con mi motor enfurecido en un ciclo sin final.

La heladera es confusa. Nunca entiendo cuánto tarda en callarse y cuánto tarda en volver a sonar. La gente la escucha en las videollamadas. Definitivamente suena más fuerte de lo normal. Antes de ayer me desperté en medio de la noche porque se había callado y pensé que se había cortado la luz. ¿Se corta la luz también en Canadá?



Hoy es el día 9 de mi cuarentena, lo sé porque cada día tengo que mandar mi reporte por una aplicación del gobierno y me agradecen gentilmente eso que hago para que no me vengan a multar. Aunque la policía vino igual, a decirme buenos días disculpe cómo está y con-tro-lar.

Poco a poco se llena el vacío con historias: ¿cómo llegué hasta acá?

Pasaron las 11 horas de escala en San Pablo. Pasaron las ¿nueve? horas de vuelo en un avión repleto hablando con una brasilera a un lado y un brasilero al otro. Pasaron las más de 24 horas seguidas con barbijo puesto. Y al llegar a Toronto con la luz de la noche, 6 de la mañana sin entender qué hora es, de pronto nos bajamos del avión y estamos en una sala cerrada del aeropuerto, la brasilera me dice que es porque nos van a testear (¿?), nos gritan que si tenemos escala hagamos una fila, y una parte de mi cerebro se activa más rápido que nunca para llegar al segundo lugar, “tengo solo dos horas, voy a perder el avión a Montréal”. La posibilidad continua del desastre en mi cabeza. Viajar con covid. Cuando finalmente nos sueltan, somos solo un primer grupo de 15 caminando por pasillos vacíos de un aeropuerto, un silencio extraño y una prisa implícitamente justificada nos hacen llegar a un grupo de mujeres que nos gritan que escaneemos un código QR para anotarnos para el test, yo no entiendo nada, el QR no me anda, nadie entiende nada, no me importa, sigo mi camino. Llego a la típica sala de migraciones. Me llaman.

Cuando estaba en San Pablo, después de hacer el check-in, me di cuenta de que no había impreso uno de los documentos de mi beca que me podían llegar a pedir y, después de hacer averiguaciones, tuve que salir corriendo y andar un par de calles de aeropuerto para llegar toda transpirada a una salita en donde pude imprimir esa hoja. Y ahí estaba en Toronto con mi carpeta para presentarle a la clásica caracúlica mujer de frontera, que me decía no, esto no me sirve, es otro papel, a ver, traé para acá (sí, traduzco del inglés al rioplatense también). Ella misma se buscó en mi carpeta lo que necesitaba, era otra hoja que le había hecho imprimir a Germán hacía semanas. Pasó un rato con la caracúlica y luego me tocó la agente de nosequédepartamento de Salud, encargada de ver mi PCR mi plan de cuarentena y demás, que me hizo hasta deletrear mi mail para ver si mi cabeza funcionaba porque aparentemente el nuevo covid te debe hacer no poder deletrear. Pensó que mis documentos estaban en portugués (señora, usted me está derribando el mito del bilingüismo oficial de este país) y los tradujo con google translate. Y no me quiso dejar ir porque no tenía teléfono de Canadá. Tuve que llamar a mi contacto de la universidad a las 7 de la mañana, y no paré de transpirar.

Pero al final, todo pasó. Pasó todo.

Y llegué a mi vuelo. Y llegué a Montréal.

La que no llegaba era mi valija, me quedé última esperando y tuve que ir a reclamar ya entregada a que los malos momentos siempre van a pasar. Va a sanar, va a sanar y va a volver a quebrarse. Respirá. Después de un rato alguien encontró a mi equipaje por ahí perdido y me lo mandaron, un poco roto pero con mis cosas al fin. Y no respiré tranquila porque tenía una reserva de transporte que me estaba esperando, por suerte el señor Aéronavette estaba muy relajado y fue a buscar su combi para llevarnos a destino a mí y a un señor más.

Qué hambre que tenía. Pero en esos momentos todo se suspende y el cuerpo se adapta para que no nos demos cuenta. Después te cobra factura.



Pero al final, todo pasa. Pasa todo.

Y aquí estoy, en la residencia. 9 días de cuarentena, quedan 6 más y mientras voy preparando las siguientes aventuras. Respiro con mi Chi Kung de cada día. Este viaje ya es tan viejo que no puedo recordar cuándo empezó, sólo sé que voy andando por alguna parte.

Se había callado la heladera. Ahí volvió a sonar.



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