Voy en un tren de retorno y como siempre, nunca se vuelve al
mismo lugar de donde se parte.
Tengo lágrimas de rabia, de miedo y desilusión y descubro
que estar lejos no significa desprenderse de eso que me anuda a la tierra, a
una cierta tierra, al suelo, a las avenidas que recorro en mi memoria mientras
otres, seres amados, la recorren con sus piernas que resisten cada día lo
oscuro y lo pesado de lo que vino, de lo que adviene, de lo que está por venir.
Una amiga me dice que vio a unos pibes pintar un falcon
verde. Y el corazón me estalla de rabia, de miedo y de angustia porque entiendo
que en mi país ahora hay lugar para consagrar el odio, la violencia llana y
vacía. Muchas cosas me preocupan, pero el dolor se despierta al saber que el
fantasma del negacionismo se convierte hoy en discurso legítimo.
Recuerdo los años del centro de estudiantes, recuerdo el
sentimiento de que nada es más nuestro que el deber de defender la memoria, de
abrazar la verdad, recuerdo a mi viejo saliendo cada día a filmar los juicios a
genocidas de la dictadura, con la responsabilidad de quien reconoce la
importancia del registro, de guardar para transmitir, de estar al servicio de
la justicia. Lo recuerdo a papá en cada marcha del 24 de marzo, nos recuerdo
encontrándonos entre banderas y tambores y cantos. Recuerdo ser muy chiquita y
escuchar por primera vez la palabra “desaparecido”. Recuerdo a mi mamá
explicándome que, en una época, unos monstruos venían a llevarse a la gente.
Recuerdo ser chiquita, ver la oscuridad, ver en mi cabeza a los monstruos.
Sentir el miedo y también sentirme protegida porque eso no pasaba más. Recuerdo.
Recuerdo y siento que recordar es un privilegio, que recordar es un tesoro. Una
semilla.
Voy en un tren de retorno y vuelvo de escuchar a la poeta innu
Natasha Kanapé Fontaine expresar con ternura apasionada la necesidad de
recuperar los relatos tradicionales, los mitos fundadores de su cultura, para
entender el vínculo que une a su pueblo con la tierra, para poder defender a la
tierra del horror y la destrucción que la acechan. La necesidad de la memoria.
De entender quién se es para darle cauce a la fuerza, a la resurgencia. No hay
manera de resistir sin comprensión del propio estar en la tierra, un estar que
jamás es solitario, es colectivo y tiene una historia. En su último libro, los
monstruos míticos toman forma en la oscuridad y ella escribe, escribe para
recordarse a sí misma y a su pueblo.
El pueblo Innu. Y tantos otros, sobrevivientes del terror
que quiso arrancarles la identidad. Que se robó a sus hijes. Niñes apropiades
por un Estado de impunidad con un proyecto de claro genocidio cultural.
Y vuelvo a nuestros monstruos apropiadores de niñes,
asesinos, su proyecto de terror y aniquilación sistemática. La oscuridad que
acecha, la oscuridad que no puede combatirse sin recordar.
*
Hace un año, de visita en una cooperativa atikamekw, una exposición
sobre la historia de los internados para niñes indígenas del gobierno de
Canadá. Algo me llama la atención, algo me hace, de hecho, saltar el corazón, y
me despierta a la vez una sensación familiar. Decenas, quizás cientos de
mariposas de papel sobrevuelan, colgadas de un hilito, el espacio de la
exposición. Mariposas cuidadosamente recortadas y pintadas por niñes en su
tarea por no dejar ganar al olvido, por hacer escuchar el dolor de la historia,
pero también señalar un camino de colores, de belleza creativa, de todo lo que
puede venir.
Como las mariposas de Chicha. En cada evento, en cada
muestra. Un símbolo del amor que brillaba aún en sus ojos, al final casi
ciegos, a la espera de Clara Anahí. Un símbolo de la esperanza y de la alegría
de haber contribuido a recuperar tantes nietes. Sí. Entrar en esa cooperativa
atikamekw fue también volver a pensar en Chicha, en las madres y en las abuelas
y en esas mariposas que jamás dejarán de acompañarnos. Una conexión cósmica, o
simplemente la belleza de la memoria colectiva que aparece desde lo más
recóndito, ahí, colgada de un techo.
*
Qué curioso, pienso, hace un año también leía sobre
posmemoria, y me emocionaba.
Porque hay algo de la posmemoria que es sentir adentro mío cosas
que vivieron mis padres o mis abuelos, generaciones que vivieron una u otra
forma del terror. El miedo a que me lleven los monstruos milicos genocidas o los
monstruos nazis tiene la capacidad de resurgir en mí de diferentes maneras.
También tiene diferentes maneras de aparecer la fuerza para sobrevivir. Y la
fuerza para reclamar justicia. Esto no lo ha inventado solo la prosa académica.
Hace mucho que conoce esta verdad la gente sabia que entiende de conexiones
intergeneracionales.
Pero la memoria también es (debe ser) colectiva.
Los discursos negacionistas que se regocijan en actos
provocadores no pueden fundarse en otra cosa que una política del olvido. Por
eso necesitamos escuchar a nuestras abuelas. Escuchar a nuestra propia memoria
comunitaria, atesorar preciosamente el saber quiénes somos, el saber qué nos
pasó y cómo llegamos hasta acá, para dejar surgir una creación amorosa, una
mariposa de papel, un abrazo que sea también un refugio y que nos haga saber
que vamos a poder sobrevivir también a este momento.