Si tu mejor momento es el otoño, te quiero.
Por eso siempre quise mucho a La Plata. Por eso
ahora quiero (¿aún más? ¿cómo te atreves? ¡vendida!) a Montreal.
En este mes, el esplendor del otoño vino, brilló
y se retiró en silencio. Paseamos, comimos, jugamos, pero también trabajamos
muchísimo: mientras hace (larguísimas) entrevistas para conseguir trabajo de lo
suyo, Germán empezó como empleado en un negocio de artículos de cocina (en
donde nos queremos comprar todo); y yo, para este momento puedo decir que he
acumulado cinco contratos de trabajos distintos más un alumno particular (sh,
no le digan al fisco). A todo eso se suman las lecturas, el estudio, buscar
becas, mandar resúmenes y propuestas, y aunque a veces parece que no me alcanza
el tiempo, la vida siempre me confirma que lo que importa es el viaje, y es en
los intersticios, en las caminatas de aquí para allá, en donde suelo encontrar
la cosquillita de alegría que aún siento por estar… acá. Caminar volviendo a
casa con el solcito de la tarde por el Parc Laurier, llegar y acariciar a Jules
que se tira en el jardín. Tomarme un matecito.
Entonces, ¿qué hicimos? ¿Qué puedo contar entre
tanta intensidad, encuentros, estímulos, ideas circulando? Pues cuento lo que
se me ocurre, o lo que fue quedando registrado en las fotos. Por ejemplo, que a
principios de octubre, cuando el otoño se estaba activando, fuimos con Timo y
Julia al Parque Nacional Oka, y después a juntar manzanas, porque ¿por qué no?,
si es lo que la gente hace en otoño, había que probar, y a riesgo de quedar no
solo como una vendida sino que encima conforme a los clichés, debo decir que me
gustó y que en serio (¡en serio!), nos divertimos mucho. Pero para ponerle un
toque de “avivada argentina” (¿qué me pasa hoy con los clichés y estereotipos? Perdón),
Germán se llenó no solo la canastita que nos dieron (y pagamos) a la entrada,
sino que también toda la mochila, las manos, los bolsillos. Conclusión: después
de tres tartas de manzana, dos tandas de muffin de manzana, dos strudel, y una
torta de manzanas invertidas que se está cocinando en este momento, todavía nos
quedan un montón.
Otro día paseamos por el Mont Royal y su enorme
cementerio, en donde todavía (todavía) no vimos marmotas. Pero ya aparecerán.
También recibí, aunque no en casa, las primeras visitas de Argentina: Dani y
Romi, que aunque hoy en día sean mis colegas, siempre serán mis primeras dos hermosas
profes de la facultad. En el medio, fui a visitar el College Kiuna, un
postsecundario (en Quebec, hay que hacer en general dos años en un college o
cégép antes de entrar a la universidad) “autochtone”, como le dicen acá, o
indígena (no me hagan empezar con las reflexiones sobre el vocabulario porque
no paro más), en donde Jimena, otra colega que conocí el año pasado, me invitó
a dar una charla sobre traducción al español de literatura innu, aprovechando
la visita de una delegación de la Universidad Intercultural Maya de Quintana,
México. Encuentros y más encuentros.
Otro día fuimos al Parc Jean Dreapeau, en la
isla Saint-Hélène, en bici con dos compañeras. Otro día descubrí que puedo ir
gratis a nadar a una pileta. Y así. En el medio, me escribe Daniel, el profe de
la UQAM gracias al que viajé a Wemotaci, para ofrecerme empezar a trabajar en
su centro de investigación. Y así, así, así. Y en el medio, pero más en el
medio de todo y descuajeringado que cualquier otra cosa en mi experiencia de
Montreal: Halloween explotando por todos lados, por aquí y por allá. Calabazas,
decoraciones que van de simpáticas a ridículas e inexplicables, y el 31, gente
disfrazada en el metro, en la calle, en cualquier lugar. No me animé a sacar
fotos porque había muches niñes y porque acá la gente puede ofenderse muy
fácil, así que dejo que su imaginación trabaje y cree en su cabeza la familia
de vikingues que me crucé en la esquina de casa cuando estaba llegando.
Perdón por tanto paréntesis. Ya se huele la
torta de manzanas, debe estar por estar.