Entre las muchas
cosas que me están pasando por la cabeza en estos últimos días, a
más de cuatro meses de haber salido de Argentina y con sólo un mes
más de trabajo por delante antes de salir a vagabundear, hay una o
dos que me gustaría pescar e intentar compartir con el resto del
mundo. No estoy segura de que mis ideas estén lo suficientemente
maduras como para conocer la luz de las palabras, pero quién nos
dice, quizás.
Hace poquito iba
caminando por las calles del camping en uno de los mil tours que hago
por día, y se me apareció un pensamiento que empezaba así, con un
recuerdo: mi hermano y yo hace varios años esperando a mamá en
Ezeiza, en el aeropuerto. Creo que los dos habíamos empezado a
estudiar idiomas, o en todo caso estábamos a punto de empezar a
hacerlo. Mirábamos a los turistas como si fuesen criaturas
extraordinarias e intentábamos cazar todo diálogo entre ellos. El
lugar era como un parque de diversiones: saltábamos de alegría si
creíamos escuchar a un francés o a un sueco.
Después se me
fueron sumando recuerdos, y se apareció la imagen del MALBA, en
Buenos Aires, en donde tantas veces disfruté más de ver y escuchar
a los turistas que de ver las obras de arte expuestas. Y de pronto
pensé en las primeras personas francesas con las que me crucé en La
Plata: todas ellas tenían un aura especial, un velo mágico que
merecía respeto, que me daba vergüenza. La gente extranjera (¿o
serían más bien los europeos, quizás?) me generaba tanta
curiosidad como pudor, excitaba todos mis sentidos y en ella sólo
podía percibir diferencias.
¿Es necesario
aclarar que pensé en todo esto dos segundos después de preguntarles
a qué hora pensaban irse del camping a unos holandeses, unos daneses
y unos suecos? O unos alemanes y unos ingleses, da igual, a esta
altura. Todos los días cruzo gente nueva y todos los días inicio el
diálogo con personas de este lado del planeta: ya no hay magia, ya
no hay velo. Y aunque eso suene triste, lo encuentro, al contrario,
clarísimo y hermoso. Porque es bajar prejuicios y fronteras, hablar
de frente con el otro. El/la, lx otrx. El velo que se cae es, en todo
caso, el de la ridiculez de esos años en que me emocionaba con sólo
saber que una persona al lado mío venía de Bélgica o Francia. ¿Por
qué debería inspirarme menos respeto un compatriota que un
extranjero? ¿Qué debería tener esa persona que viene desde lejos,
que yo o un hermano no tenemos?.
Se me aparece otro
recuerdo, de unos meses antes de salir de viaje: una discusión entre
amigxs sobre los argentinos y su reputación de “ventajeros”. No
quiero sostener con este escrito uno de esos discursos nacionalistas
y soberbios, sólo quiero decir un poco lo que siento: que no somos
distintos a cualquier otrx hermosx ventajerx, que gente que se va sin
pagar hay de todas las nacionalidades, así como gente desagradable y
molesta, así como gente simpática y honesta. En este pequeño
mundito de vacaciones burguesas en el que me toca vivir por unos
meses, puedo asegurar que he visto ridiculeces de todas las
nacionalidades. Con los colegas nos reímos de los estereotipos y
muchas veces abusamos diciendo “los alemanes tal cosa, los
franceses tal otra, y los italianos...”. Sólo porque es divertido,
y no está mal si es para reírnos un poco, sobre todo para no
tomarnos tan en serio el trabajo. Pero al menos por dentro, creo
saber cómo las generalizaciones y los prejuicios forman parte de la
misma mentira que nos quiere hacer creer el tipo que nos vende lo que
está bien y lo que está mal: como decía la otra vez, lo único que
hace ese tipito es querer jodernos la existencia. No hay estereotipo
que valga al cien por ciento, y todo diálogo tiene posibilidad de
ser exitoso si las dos partes simplemente están dispuestas. Me
siento feliz de encarar a cualquier persona, al menos con las pocas
herramientas que tengo: dos o tres idiomas, mi cara y mi cuerpo. No
hace falta mucho más para entender que soy humana y que usted
también, y que por lo tanto tenemos el derecho y la posibilidad de
entendernos.
Quizás suene un
poco utópico si se lo piensa a gran escala, quizás llegue a dar
escalofríos si pensamos en las cosas que podríamos estar evitando
como humanidad si tuviésemos presente esta idea tan clara, al menos
para mí tan importante. Yo la vivo y la siento, me nutre y me hace
feliz cuando lo pienso. Celebro la oportunidad de encontrarme con
nuevxs otrxs todo el tiempo. Y ojo, que no se malentienda esta idea
del velo que se cae: sorpresas nos damos siempre, con cada nuevo
encuentro. No es evidente, no es facil, muchas veces el intercambio
cuesta justamente porque hay mucho de novedoso y asimilarlo requiere
un esfuerzo. Como siempre, es una elección: puede que sea más fácil
quedarnos en el camino y cerrar las fronteras para no perdernos en el
gran universo ajeno, como pasa tan seguido de este lado del mundo. Se
quieren estar perdiendo, claro, de la gran riqueza de lo diverso, de
ese rincón de justicia en nuestra esencia que nos hace ver lo
otro del mismo modo en que vemos lo que es nuestro.
un video que vi hace unos años y me sirvió mucho. Si tienen 8 minutos...