domingo, 31 de enero de 2016

Vivir de vacaciones

No sé muy bien por dónde empezar esta historia: no sé si el principio existe ahora, si existió alguna vez, o está por existir. Si tuviera que empezar por los motivos, y pensando siempre en un texto de mi amiga Pepu, volvería a encontrarme con la pregunta que la gente me hace desde hace meses, para la cual aún no tengo respuesta:

-Pero... ¿para qué viajás? ¿Vas por estudio, por trabajo?

No. Ninguna de las dos. Ninguno de todos los intentos de definir los por qué de esta aventura, las razones de querer salir de viaje al otro lado del océano, las ganas de decir “ahora estoy acá, ayer estuve allá, mañana quizás en otro lado, pero siempre está bien”.

Hace poco, mi abuela de 96 años, que no se acordaba de cómo me llamo, me preguntó si estaba de vacaciones. Después de dudar unos segundos le dije que sí, y enseguida me preguntó cuánto tiempo tenía. Ahí dudé un poco más, y no supe cómo explicarle que en realidad a partir de este momento no sé cuándo terminan mis vacaciones, que pronto me voy de viaje y todavía no tengo idea de dónde voy a vivir ni qué trabajo voy a encontrar; que tampoco estoy muy segura de que ese trabajo sea el fin de mis “vacaciones”, y que no me había percatado de todo eso hasta el momento en que me hizo la pregunta. Es que en realidad, abuela... ¿Cómo te explico?
Ahora que pienso, el hecho de que mi abuela tenga 96 años y el hecho de que no entienda mucho el modo en que elijo vivir, no tienen tanto que ver. Me cuesta explicarle a ella que me voy a Francia porque sí, pero me cuesta explicárselo a todas las personas, chicas o grandes, amigas, familiares, o desconocidas, que me lo preguntan cada vez que les cuento. El resultado es, casi siempre, una cara de sorpresa y preguntas que varían en una pequeña escala que va desde el “¿Y ya sabés qué vas a hacer apenas llegues?” hasta el “¿Y no te da miedo irte a Francia, ahora?”. Casi siempre, también, la única respuesta a todas esas preguntas es un tímido Nop.

Tampoco voy a mentirles: los que me conocen ya estarán pensando que oculto todo lo que saben sobre mí que podría ser útil para una hipotética explicación. De adelante hacia atrás, mis pistas son: doy clases de francés hace tres años, estudio traductorado y profesorado en francés, empecé a aprender a los quince o dieciséis con Juanita, mi profesora-astróloga-numeróloga particular jubilada, y de ahí nomás llego a sólo dos puntos confusos: que “siempre quise saber francés”, y que un día en que, casualmente, charlaba con mi abuela en su cocina, a mis, digamos, ocho o diez años, le dije que de grande me quería ir a vivir a Francia, y ella me pregunto por qué. Jamás recordé cuál fue mi respuesta.
Será que me estoy yendo para ver si me vuelve un poco la memoria. Porque si de todo esto pudiera hacer un argumento consistente, y decirles que me voy allá porque es algo que debo hacer, entonces ahí les estaría mintiendo. No tengo ni la menor idea.

¿Falta la cereza de la torta? Entre tanta gilada y suposición, puedo contar una historia real. El 29 de diciembre de 2014 dejé en el Institut Français un dossier de candidatura que venía preparando hace meses (y emocionalmente, hace años), segura de que me iba a Francia en 2015 con el programa de Asistente de Lenguas, que beneficia a gente de todas las carreras de nuestro país y muchos otros en el mundo. Sorpresa, oh la lá: a fines de Abril me entero de que no fui seleccionada. No voy a detenerme en la angustia, la frustración y el enojo que sentí en ese momento en que vi los resultados de la selección y no encontré ninguna pauta que los justifique más que políticas confusas a las cuales me opongo (un saludo con chapeau y besitos a los responsables, mejor sin nombres of course).
Pero, oh la lá de nuevo, hoy agradezco feliz que eso no haya sucedido. Porque hay un dato vital que sigilosamente me guardé: el 28 de diciembre, la noche antes de entregar ese dossier, se puede decir que apareció en mi camino un tipo alto con hoyitos que me contó que tenía planes de viajar; el mismo tipo alto con hoyitos al que llamé desconsolada en Abril cuando supe que yo no, el mismo que fue enseguida a consolarme y el mismo que, en septiembre, sacó pasajes de avión conmigo para volar juntos este 9 de marzo.

Al final, entendí que viajar era simplemente una decisión. Ya lo había leído en otro inolvidable post de Pepu, pero cada vez lo creo un poco más. Cuando se me cerró la puerta de un viaje en el cual siempre había depositado mis ilusiones, se me abrió la posibilidad de crear el mío propio, sin que nadie me diera una beca, una pauta, un lugar o una tarea determinada: tener en mis manos mi propio camino. Crearlo a cada paso, de acuerdo a mi gusto y a mis intenciones verdaderas. Y mejor que eso: aunque me costó dejar de lado la idea fija de viajar sola, hoy no podría imaginarme un panorama más bello que este que estoy escribiendo, tranquila, sonriente, con el tipo de hoyitos acá cerca dando vueltas (shh, no tiene idea de lo que estoy escribiendo, ya se va a enterar).

Una cosa más, por ahora: no está entre mis planes darle fin a estas vacaciones. No creo que encontrar un trabajo o volver eventualmente a estudiar en la facultad sean motivos suficientes para sentir que estoy por fin en el famoso “ciclo lectivo”. Es lo que menos busco en esta aventura, de la cual muy poco sé todavía; y lo agradezco, porque así puedo vivir simplemente este momento, y después el que sigue, y después el que le seguirá. El Tai Chi (junto con mi querido profesor) me enseñó algo muy similar a esa sensación de vivir el presente, que para mí, a partir de ahora, significa vivir de vacaciones para siempre.