No sé muy bien por
dónde empezar esta historia: no sé si el principio existe ahora, si
existió alguna vez, o está por existir. Si tuviera que empezar por
los motivos, y pensando siempre en un texto de mi amiga Pepu,
volvería a encontrarme con la pregunta que la gente me hace desde
hace meses, para la cual aún no tengo respuesta:
-Pero... ¿para qué
viajás? ¿Vas por estudio, por trabajo?
No. Ninguna de las
dos. Ninguno de todos los intentos de definir los por qué de esta
aventura, las razones de querer salir de viaje al otro lado del
océano, las ganas de decir “ahora estoy acá, ayer estuve allá,
mañana quizás en otro lado, pero siempre está bien”.
Hace poco, mi
abuela de 96 años, que no se acordaba de cómo me llamo, me preguntó
si estaba de vacaciones. Después de dudar unos segundos le dije que
sí, y enseguida me preguntó cuánto tiempo tenía. Ahí dudé un
poco más, y no supe cómo explicarle que en realidad a partir de
este momento no sé cuándo terminan mis vacaciones, que pronto me
voy de viaje y todavía no tengo idea de dónde voy a vivir ni qué
trabajo voy a encontrar; que tampoco estoy muy segura de que ese
trabajo sea el fin de mis “vacaciones”, y que no me había
percatado de todo eso hasta el momento en que me hizo la pregunta. Es
que en realidad, abuela... ¿Cómo te explico?
Ahora que pienso,
el hecho de que mi abuela tenga 96 años y el hecho de que no
entienda mucho el modo en que elijo vivir, no tienen tanto que ver.
Me cuesta explicarle a ella que me voy a Francia porque sí, pero me
cuesta explicárselo a todas las personas, chicas o grandes, amigas,
familiares, o desconocidas, que me lo preguntan cada vez que les
cuento. El resultado es, casi siempre, una cara de sorpresa y
preguntas que varían en una pequeña escala que va desde el “¿Y
ya sabés qué vas a hacer apenas llegues?” hasta el “¿Y no te
da miedo irte a Francia, ahora?”. Casi siempre, también, la única
respuesta a todas esas preguntas es un tímido Nop.
Tampoco voy a
mentirles: los que me conocen ya estarán pensando que oculto todo lo
que saben sobre mí que podría ser útil para una hipotética
explicación. De adelante hacia atrás, mis pistas son: doy clases de
francés hace tres años, estudio traductorado y profesorado en
francés, empecé a aprender a los quince o dieciséis con Juanita,
mi profesora-astróloga-numeróloga particular jubilada, y de ahí
nomás llego a sólo dos puntos confusos: que “siempre quise saber
francés”, y que un día en que, casualmente, charlaba con mi
abuela en su cocina, a mis, digamos, ocho o diez años, le dije que
de grande me quería ir a vivir a Francia, y ella me pregunto por
qué. Jamás recordé cuál fue mi respuesta.
Será que me estoy
yendo para ver si me vuelve un poco la memoria. Porque si de todo
esto pudiera hacer un argumento consistente, y decirles que me voy
allá porque es algo que debo hacer, entonces ahí les estaría
mintiendo. No tengo ni la menor idea.
¿Falta la cereza
de la torta? Entre tanta gilada y suposición, puedo contar una
historia real. El 29 de diciembre de 2014 dejé en el Institut
Français un dossier de candidatura que venía preparando hace meses
(y emocionalmente, hace años), segura de que me iba a Francia en
2015 con el programa de Asistente de Lenguas, que beneficia a gente
de todas las carreras de nuestro país y muchos otros en el mundo.
Sorpresa, oh la lá: a fines de Abril me entero de que no fui
seleccionada. No voy a detenerme en la angustia, la frustración y el
enojo que sentí en ese momento en que vi los resultados de la
selección y no encontré ninguna pauta que los justifique más que
políticas confusas a las cuales me opongo (un saludo con chapeau
y besitos a los responsables,
mejor sin nombres of course).
Pero,
oh la lá de nuevo, hoy agradezco feliz que eso no haya sucedido.
Porque hay un dato vital que sigilosamente me guardé: el 28 de
diciembre, la noche antes de entregar ese dossier, se puede decir que
apareció en mi camino un tipo alto con hoyitos que me contó que
tenía planes de viajar; el mismo tipo alto con hoyitos al que llamé
desconsolada en Abril cuando supe que yo no, el mismo que fue
enseguida a consolarme y el mismo que, en septiembre, sacó pasajes
de avión conmigo para volar juntos este 9 de marzo.
Al
final, entendí que viajar era simplemente una decisión. Ya lo había
leído en otro inolvidable post de Pepu, pero cada vez lo
creo un poco más. Cuando se me cerró la puerta de un viaje en el
cual siempre había depositado mis ilusiones, se me abrió la
posibilidad de crear el mío propio, sin que nadie me diera una beca,
una pauta, un lugar o una tarea determinada: tener en mis manos mi
propio camino. Crearlo a cada paso, de acuerdo a mi gusto y a mis
intenciones verdaderas. Y
mejor que eso: aunque me costó dejar de lado la idea fija de viajar
sola, hoy no podría imaginarme un panorama más bello que este que
estoy escribiendo, tranquila, sonriente, con el tipo de hoyitos acá
cerca dando vueltas (shh,
no tiene idea de lo que estoy escribiendo, ya se va a enterar).
Una
cosa más, por ahora: no está entre mis planes darle fin a estas
vacaciones. No creo que encontrar un trabajo o volver eventualmente a
estudiar en la facultad sean motivos suficientes para sentir que
estoy por fin en el
famoso “ciclo lectivo”. Es lo que menos busco en
esta aventura, de la cual muy poco sé todavía; y lo agradezco,
porque así puedo vivir simplemente este momento, y después el que
sigue, y después el que le seguirá. El Tai Chi (junto con mi querido profesor) me enseñó algo muy similar a esa sensación de
vivir el presente, que para mí, a partir de ahora, significa vivir
de vacaciones para siempre.